Se despertó. Las sábanas estaban frías y ella desnuda. La casa parecía la de siempre pero algo no era como siempre. Se levantó despacio, como cada mañana, por ese miedo a un derrame cerebral. Lo que para otros pasó como un suceso más cuando tenía dieciséis años, para ella fue algo que marcó todos sus despertares. La madre de un amigo había muerto, mientras desayunaba, de un derrame cerebral. A ella le impactó. Le impactó tanto que desde ese día se despertaba despacio, se levantaba despacio y caminaba despacio hacia la cocina; no quería morir como aquella mujer. El miedo creció cuando nació su hija. No quería dejarla sola como se quedaron su amigo y sus hermanos pequeños.
No tenía frío a pesar de que no solo las sábanas parecían de hielo. También el suelo. No así el aire que respiraba: no lo sentía al entrar en sus pulmones. Caminó despacio hacia la cocina. Su hija miraba fijamente la taza que daba vueltas dentro del microondas. La taza paró de girar. La niña, que ya no era tan niña, volvió a desayunar, como cada mañana, lágrimas en el café.