Una llamada frente al mar. Encogida de frío. Hace sol pero la sensación de humedad que se mete
por dentro me avisa de que hoy mi refugio se ha vuelto inhóspito. Sin darme por
aludida vuelvo a marcar. Una conversación en la que mi hermano, por fin, se
muestra alegre con su trabajo, tanto es así, que escribió un relato precioso y
le animo a crear un blog. Me dice que no tiene tiempo y tiene razón, esto lleva
más tiempo del que imaginas. Nueva llamada. El frío cada vez es más intenso
pero miro a mi alrededor y nadie lo parece sufrir, sólo yo. Creo que me estoy
poniendo enferma y todo. Mi madre me contesta pero sin hablar. Mami, ¿mami?…ha
muerto Tobi…Sigo mirando al mar y le reprocho que si lo sabía por qué me estaba
tratando tan mal. Le reto quedándome allí sentada, frente a él. El frío cada
vez es más intenso y está claro que también está enfadado, no creo que conmigo
que no le he hecho nada, más bien con todos. De nuevo el teclado. Mami…¿mami?...si…¿qué
era lo que bebías cuando Poti?...whisky…cerveza y whisky…¿vas a escribir?...sí…
No le salen las palabras. Comienza a llorar y yo
también y me pide que no le haga preguntas, que no le haga recordar. Yo también
me arrepiento porque el dolor, de tan incrustado que está, no nos deja hablar
de él, por eso lo voy a escribir.
Llegó a casa un día cualquiera. La verdad es que lo
digo así porque no recuerdo bien si fue en el 93 o 94, si era verano o
invierno. Sí recuerdo que era por la tarde. Nos lo trajo él. Y lo trajo por sus
“santas narices” como solía hacer todo. Sabía que mis padres no querían más perritos
en casa. Después de la muerte de Piojo ya no queríamos más. No queríamos
sufrir lo mismo otra vez. Tocó el timbre y me dijo que bajara. No le esperaba
así que le dije que subiera…¡que no!...¡que bajes!. Cuelgo el telefonillo
enfadada, cansada de su tono imperioso, como siempre. Y como siempre, obedezco
y bajo. Allí estaba. Allí estaba él con algo en brazos que se retorcía inquieto,
con la lengua fuera, que medía…no sé…nunca había visto a un perro con la lengua
tan larga colgando a un lado, sobre todo cuando lo puso en el suelo. ¡Casi le
llegaba a las patitas! Lo cual no era muy difícil porque éstas no debían medir
más de cinco centímetros, no porque fuera un cachorro, que no lo era, sino más
bien porque era…¡un perro salchicha! Y esta será la primera y última vez que le
llame así, porque después de haberle conocido sé que les molesta un montón. No,
no era un perro salchicha. Era un teckel, un teckel de pelo largo, pelirrojo y
con cara de estresado. Le amé desde el primer momento y supe que él a mí
también. ¿Qué es esto?...le pregunté…un perro, ¡qué va a ser!...es para ti…
Mi cabeza daba vueltas, todavía no de amor por él, o
sí, porque como dije antes, le amé desde el primer segundo en que con su lengüita
fuera me miró suplicándome algo que todavía no sabía el qué y que por
desgracia descubrí poco después. Daba vueltas porque mi padre me iba a matar.
Sabía que mi madre se rendiría como yo, nada más verle, pero mi padre….buff…mi
padre era otro cantar.
Me explicó que lo tenía el salvaje que les lavaba
los manteles del restaurante, y que a éste a su vez se lo había dado otro salvaje,
que se lo había comprado con la intención de hacer negocio pero que se había
dado cuenta de que “se meaba y cagaba”
por todas partes. Así que el segundo salvaje lo ató con un alambre a la puerta
de su almacén, de la que pasaba, le soltaba alguna patada “pa educalo” y cuando lloraba más de la cuenta, unas cuantas más.
Mis padres estaban en casa durmiendo la siesta…así
que está claro que debía ser…¡sábado! Un sábado cualquiera de 1994. El sábado
en el que la cosa más bonita del mundo llegó a nuestras vidas y que como
recordaremos tiempo después, fue la única cosa buena que el aquí llamado “él” dejó
de su recuerdo (y eso que fueron diez años).
Desperté a mi madre y la llevé al salón. Le vio y
como yo, le amó. Y ahora…¿qué hacemos con tu padre?...NO, NO, NOOO, QUE NO, QUE
NOOO…Sólo un segundo , al siguiente ya estaba: bueeenooo, veremos…¡pero si es
una salchicha!...vale, pero yo le pongo el nombre. Y fue así como mi padre lo
tuvo claro desde el principio: se llamaría Pot , como Pol Pot, el líder de los Jemeres
Rojos, no sé si es que éste era pelirrojo o por lo de “rojos”, pero lo cierto
es que Poti era de todo menos “líder” y mucho menos aún “genocida”.
Y Poti se quedó. Esa misma noche sufrió su primer
ataque. Sus ataques epilépticos se desencadenaban cuando algo le producía
miedo. Si hablabas y sin darte cuenta hacías aspavientos con las manos, se
asustaba y empezaba a convulsionar. Los ruidos fuertes, los camiones en la
calle…las tormentas, le producían terror. Su pequeño cerebro había sido dañado
por los golpes que le había dado aquel “…”, y comprendí que lo que suplicaban
sus ojos aquella primera vez no era más que eso, “no me pegues, por favor.”
Poco a poco empezó a confiar en nosotros. Lo poco
que había conocido de la raza humana era justo lo que debería avergonzarnos de
llamarnos así.
Conocimos su raza y le conocimos a él. Su árbol genealógico
saltaba de campeón a campeón. Así fue como descubrimos su verdadero nombre:
Atilano de Fuensanta, con el que estaba destinado a ser otro campeón. Su padre,
campeón del mundo, le había dejado como herencia un porte elegante que se
convertía en el andar más destartalado cuando su lengüita estresada hacía
aparición. Y de su madre creemos que heredó el corazón.
Era un miedoso empedernido pero que nos sorprendió aquél
día en el que, después de haberme leído tres libros sobre el teckel y descubrir
que son utilizados para la casa del jabalí, le llevé al monte para que diera
rienda suelta a sus instintos. ¡Y vaya si lo hizo! De repente desapareció. Casi
me da algo, sobre todo cuando volvió. Su lustroso pelo rojo ahora era una
maraña de pelos con algo que a simple vista parecía barro, un barro algo
verdoso a decir verdad, pero que cuando me acerqué a preguntarle: ¿dónde has
estado, Poti?, casi me desmayo ¡Estaba cubierto con lo que vulgarmente
llamamos caca de vaca! Mi madre casi me mata cuando lo metí en la bañera. Dos
horas tardamos en quitarle aquel olor. Pero su cara de felicidad me había
compensado la bronca. Había hecho lo que sin más hacían sus ancestros: camuflar
su olor para poder acercarse a las madrigueras sin ser descubierto. Fue una
tarde inolvidable.
Como inolvidables fueron todos y cada uno de los
días vividos con él. Las bienvenidas más bienvenidas que he tenido nunca. No
importaba si hacía sólo diez minutos que me acababa de ir, ni tampoco que fuera
la sexta vez que salía y entraba de casa, siempre me recibía como si hubiese
pasado siglos sin verme. Echaba a correr a la litera de abajo, subía de un
salto y me esperaba como una pegatina en el edredón que sacudía con su cola a
modo de parabrisas. Yo soltaba todo y corría hacia él. Me ponía de rodillas en
el suelo para que su carita quedase a la altura de la mía y nos pudiésemos
cubrir de besos. Esos eran los momentos alegres. También recuerdo aquellos
otros, los tristes, en los que lloraba sin parar escondida en mi habitación y
en los que él lloraba también. Me cubría de besos. Entre gemidos enjugaba mis
lágrimas y aullaba en bajito para no ser descubiertos, desesperado por querer
ayudarme.
Y me fui. Me fui a Japón. Creo que nunca lo
entendió. “¿Por qué parecía que hacía
tanto tiempo que me había visto? Dicen que no tenemos capacidad para valorar el
tiempo, si es mucho o poco. Pero estoy seguro de que hace mucho tiempo que no
la veo.” Y besos y más besos.
Y se fue. Mi madre está convencida de que Lanzarote no
era lugar para él. Le quemaba el suelo en sus patitas, el fuerte sol le hacía
ir caminando a ciegas y el picón, parecía ascuas ardiendo de los saltos que
daba cada vez que lo pisaba. Se fue en casa, en brazos de mi madre, tapadito en
una manta después de que mi padre le ayudara a dormir. Ahora duerme en el
jardín, bajo una buganvilla que no quiere crecer para no asustar a las mariposas
que le vienen a visitar.
Hoy Tobi, su hijo, se fue con él.
Sé que existe la otra orilla,
la que habitan aquellos que tanto amé
y que por siempre estarán en mi memoria.
A Pot
Dominga Santana
Dominga Santana
Ains llorando me dejaste Guada....
ResponderEliminarGracias por sentirlo de verdad...lo cierto es que lo escribí entre lágrimas también...y será un poco "Como agua para chocolate"...si escribo sonriendo, sonreiréis también y si lloro...
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