lunes, 31 de diciembre de 2012

A Gustavo Adolfo Bécquer


En las páginas amarillentas de un libro, encuentro versos de alguien que murió cien años antes de que yo naciera...también en diciembre. Versos con los que, adolescente, aprendí lo que era la poesía. Aprendí a amar la lectura más de lo que ya la amaba...Y hoy, ciento cuarenta y dos años después de que se haya ido, vuelvo a leerle, abriendo páginas al azar..."Yo soy ardiente, yo soy morena, yo soy el símbolo de la pasión...", "Del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada...", "Despierta, tiemblo al mirarte...", "¿No sentiste una lágrima mía deslizarse en tu boca?..." , "No es lámpara ni estrella la luz que hemos seguido: es un candil" ...

Si un deseo me fuera concedido y pudiera encontrarme con alguien, ahora mismo, lo haría contigo, y te daría las gracias por haber "vestido, aunque sea de harapos" como dijiste una vez, "los extravagantes hijos de tu fantasía, que esperaban en silencio que el arte los vistiera de la palabra para poder presentarlos decentes en la escena del mundo".

A Gustavo Adolfo Bécquer (17 de febrero de 1836 - 22 de diciembre de 1870)

domingo, 30 de diciembre de 2012

EL MAR en las Caracolas


Entre sueños he recordado el eco de aquellas caracolas gigantes que tenía de niña. Me las había traído mi madre de algún país exótico. Eran rugosas por fuera y de una suavidad extrema y nacarada en su interior. Nunca me atreví a meter la mano dentro, temiendo que algún ser abisal siguiese viviendo en su interior. Aun así, no temía acercarlas a mi oído. Me deleitaba con aquel sonido que guardaban desde hacía siglos: de mar embravecido, de olas y rompientes, de zarandeos impetuosos, de arrastre de mareas, de cantos de sirena...


miércoles, 26 de diciembre de 2012

DE LIBROS PERDIDOS Y LIBROS DEDICADOS (II)


Ese mismo día recibí el otro regalo de cumpleaños que me faltaba: el de mis padres. Era un regalo que, al mismo tiempo que lo quería, había ido retrasando. Un ebook. Me resistía a que los libros, a los que tanto amaba, se convirtieran en otra pantallita más. Que no pudiese disfrutar del placer de su olor, de su tacto. De colocarlos en una estantería, o en el cabecero de mi cama, que, a pesar de que dije que lo iba a mantener diáfano, ahora está lleno de novelas y poemas por leer. Era un regalo deseado pero que, al mismo tiempo, me producía cierto dolor. Y entonces, con un libro firmado y dedicado por sus autoras en una mano, y el ebook en la otra, caí en la cuenta de algo que me ha dejado, sin caer en la exageración, desolada: ¿cómo nos van a dedicar ahora los escritores sus libros? ¿dónde podrán poner esas palabras a veces repetidas por no conocernos? o ¿esas otras, con cariño, al amigo que les pide una dedicatoria con toda la ilusión del mundo?
Son pocos los libros que tengo dedicados por sus autores. Nunca antes había hecho ningún esfuerzo por acudir a una caseta en la feria del libro para que me firmasen un ejemplar , ni tampoco acudía a presentaciones, ni a firmas de libros en alguna librería importante. Mi primer libro firmado por un escritor lo conseguí hace tres años o cuatro. Y es curioso que ese escritor, Pablo Sabalza, y su libro, “La cometa de Miel”, hayan jugado un papel tan importante en mis comienzos en la escritura. Cuando lea estas palabras lo sabrá. Aquellas mañanas en las que le veía sentado a la orilla del mar, con un cuaderno y un bolígrafo, escribiendo... Aquella dedicatoria, que me hizo tanta ilusión, ahora sería otra, y es posible que se la pida…en la página siguiente.
Quiero encontrar libros firmados en mis estanterías. Quiero dedicatorias de escritores y no escritores. Quiero libros regalados con cariño y firmados por quien los regala. Quiero encontrarme, en el libro  de Rimas y leyendas de Bécquer, casi treinta años después, con letra juvenil: mi nombre y la fecha, 22-1-85. Quiero encontrar algún día, aquel libro que se fue de viaje junto a los otros, “Corazón”, de Edmundo de Amicis, que me había regalado, para mi comunión, mi vecina de la Calle Churruca. Me lo había dedicado y, poco después, un día de regreso del cole…su puerta precintada…afán de los adultos por ocultarme lo ocurrido y no sé cómo, entre susurros y susurros, supe que se había suicidado…Aún recuerdo el cariño con el que me lo dio. Años después, cuando volví, me apunté a la biblioteca de Tías con el plan secreto de buscarlo, sacarlo prestado y no devolverlo nunca más. El libro no estaba pero no pierdo la esperanza de que, algún día, en una estantería olvidada de una tienda de libros de segunda mano, encuentre aquel  primer libro dedicado. Lo reconoceré por la tinta y el trazo que no tendrá nunca un ebook.

                                                                                                                  A Pablo Sabalza

lunes, 24 de diciembre de 2012

DE LIBROS PERDIDOS Y LIBROS DEDICADOS (l)


Estamos en Navidad, entre la algarabía propia de esta época, los viajes con maletas a rebosar, por la que casi me hacen pagar, por segunda vez en mi vida, exceso de equipaje, el retorno a casa como “El Almendro”, reencuentros, abrazos, `cuéntames´, pongan la mesa, vamos a la playa, no, a Arrecife, no , al Spa, nooooooooo, que yo quiero escribirrrrrrrr…Y mientras escribo esto, mi hermano va a poner música…Le he pedido, por favor, que sea algo que me permita escribir. Y sí, ha puesto algo. Era relajante, pero le he pedido que me ponga algo más…¡más movido!, y va, y me pone “Los Panchos”…He perdido la inspiración. Es inevitable no cantar las canciones de toda la vida al mismo tiempo. Podría inspirarme en amores y desamores, pero esa no es la idea de hoy. 
Cuando llegué, hace dos días, habíamos superado la amenaza del fin del mundo y, justo un día antes, había sido mi cumpleaños. Mi hermano ya me había avisado hacía dos semanas, con una ilusión desbordada, que ya tenía mi regalo. Por primera vez aguantó sin decirme lo que era. Y yo, que soy incapaz de aguantar la curiosidad, no hice mucha presión para averiguarlo: era tanta la ilusión en su voz que sabía que debía esperar, que la sorpresa debía ser…la sorpresa de mi vida.
Y lo fue. Llegaba cansadísima, mareada como siempre, arrastrando la maleta, el bolso, las bolsas con lienzos de mi madre, los tacones que siempre llevo cuando viajo, no sé por qué manía, debe ser por algo así como “morir con los tacones puestos”…Abrazos, felicitaciones y regalos. El primero: el de mi hermano, ¡un libro de Esther! Me quedé sorprendida: ¿ésta era la supersorpresa? Soy ferviente admiradora, desde que tenía 8 años, de “Esther y su mundo”. Es un cómic que cuenta las aventuras de Esther, una niña de 13 años, y su adolescencia. Tenía todos los tomos y esperaba cada fin de semana con la mayor ilusión del mundo, no para librarme del cole, no, sino para comprarme el nuevo tebeo de Esther. 
Hace años, muchos años los había perdido todos: unos en las manos de mi hermano pequeño, que solo se entretenía arrancando hojas de cualquier revista, libro o tebeo que llegase a sus manos, y los que sobrevivieron fueron donados, junto al resto de mis libros juveniles, a la Biblioteca pública de Tías, por mi padre, que pensó que ya que nos habíamos ido de casa y que habíamos crecido, no necesitaríamos esos libros nunca más. ¡Papiiiiiiiiiiiiiiii! Casi me muero cuando en uno de esos viajes de vuelta de Tokio me enteré. Lloré. Me enfadé. Y creo que hasta le insulté.
Y como decía, sigo mirando sorprendida aquel nuevo tomo de Esther. No podía creer que ese fuera el regalo que me había quitado tantas horas de sueño intentando adivinarlo. Leo el título pensando en la posibilidad de que incluso podría tenerlo ya, porque llevaba un par de años intentando completar la colección que, milagrosamente, se había vuelto a editar casi tres décadas después.Y no. No lo tenía. Se titulaba: “Los secretos de Esther”. Vale, parece algo diferente pero, y?…Mi hermano, con una sonrisa de oreja a oreja, me pide que lo abra y lea la dedicatoria…Solo por recordar ese momento vuelvo a llorar…Mi hermano se había enterado, por casualidad, de que Ruth Bernárdez había escrito un libro sobre los secretos de Esther, que iba a firmarlo el 1 de diciembre y que, junto a ella, también iba a estar Purita Campos ( creadora de Esther junto a Philip Douglas). Cuando vi las dedicatorias firmadas, no podéis imaginar qué emoción… A Ruth Bernárdez todavía no la conozco pero estoy segura de que la conoceré y de que seremos amigas, porque nunca olvidaré sus palabras, las recordaré cada vez que crea que, en el folio en blanco, no voy a poder poner ni una sola letra. Y a Esther y a Purita…nunca, nunca las he olvidado.

Y aquellos libros, los que un día emprendieron el viaje, no han vuelto. Pero me consuelo pensando que algún niño, o alguna adolescente, estará viajando a Mompracén ahora mismo. O que otro estará gritando el nuevo nombre de la Emperatriz Infantil, o intentando salvar el tiempo que nos quieren robar Los hombres de gris.




                                                                                                                                  

miércoles, 19 de diciembre de 2012

LIBERTAD Vestida


Como casi todas las mañanas últimamente, he venido a desayunar a la orilla del mar. Aunque el día está precioso, el mar espectacular y el horizonte jalonado por el Teide, ninguno de los que pasean por la orilla, ni ninguno de los que estamos sentados frente a esas maravillas, las miramos. Todos estamos pendientes de tres bañistas que disfrutan del agua helada, saltando y pegando gritos en otro idioma, mientras un tercero les espera. Yo me percaté enseguida de su presencia porque los tengo justo debajo y enfrente de mí. Y no he dejado de mirarles esperando a que salgan un poquito más del agua para poder sacarles una foto. Y los que pasean por la orilla, y que parecen ensimismados en sus pies o en un punto fijo, cuando pasan a su lado, parecen soldados marchando que, justo en ese momento, giran la cabeza y se quedan mirando hasta que no les queda más remedio que volver a mirarse los pies. Alguno, hasta ha dado la vuelta con disimulo para poder verles mejor. Y no es que estén desnudos ni haciendo piruetas imposibles. No. Simplemente, o asombrosamente, o desgraciadamente, ellas están vestidas de arriba abajo. Ni su pelo puede sentir, libremente y sin tapujos, la caricia del mar.

Han terminado su baño. Aunque hace sol me he quedado muerta de frío esperando. Estoy vestida y mi ropa está seca. Ellas están mojadas, vestidas con su ropa y su velo empapados, y lo único que pueden hacer para no morir congeladas es caminar soriendo bajo el sol al recordar esa pequeña 'libertad vestida' que les ha dado el mar. 

© GUADA 

martes, 18 de diciembre de 2012

EL LLANTO sin Lágrimas



Lo hice ayer por primera vez.

El llanto sin lágrimas, el que más duele,

en el que ellas se esconden cautelosas

por miedo a más dolor del que ya traen consigo.

Pero es solo ahora, con el alma anegada,

cuando recuerdo aquel otro, el de la infancia,

cada vez que te ibas. 

Ella lloraba abiertamente y a gritos. 

Yo lo hacía en silencio.

Decías que ese llanto

de ojos hinchados surcados de blanco,

de mirada sin palabras,

vasijas de agua salada sin sollozos,

decías que ese, y no el otro,

era el que te partía el alma.


Con mami. 
Creo que aquella vez nosotras también fuimos en aquel vuelo.

sábado, 15 de diciembre de 2012

EMAIL desde Tokio


Ha pasado más de un año desde el terrible terremoto y tsunami que azotó Japón. Aquellos días fueron terribles y de gran tristeza. Las imágenes que llegaban partían el corazón y mi preocupación por los seres queridos...bueno, por todos, todos los japoneses...Hoy quiero compartir un email que recibí desde Tokio de mi querido amigo Alberto, en el que cuenta su experiencia personal en los minutos que siguieron al primer temblor y el despertar a la mañana siguiente.
   
Queridita Guada,

Muchas gracias por tu llamada. Como te dije, te envío un resumen, contando lo que me ha ocurrido, que ha sido poco y nada grave:
Estoy bien, me pilló en el norte de la ciudad, en el barrio donde viven y entrenan los luchadores de sumo, con los que confraternicé en un parking donde nos refugiamos, en los momentos siguientes al terremoto. Depués del shock, el mareo que da el sube y baja del terremoto, e intercambiarme el teléfono con algunos de los gorditos mas simpáticos, decidí volver andando a casa, eran solo unas dos horas,pero milagrosamente, entre la multitud que andaba, encontré a una de mis mejores amigas. Me convenció de estar juntos, e ir a su casa, mucho más lejos que la mía, y en dirección contraria.
Intentamos subir a alguno de los muchos autobuses, que habían puesto especiales en las estaciones, pero al ver las colas de viejitos, embarazadas, con niños, etc, decidimos intentarlo más adelante, pero en cada estación era siempre igual, miles de personas mucho peor que nosotros haciendo colas para subir, así que con la esperanza de subir a un autobús, un taxi, o un coche con asientos libres, seguimos caminando, en total nueve horas. Ese día además estrenaba zapatos nuevos!!!
Hicimos dos paradas cortas en Mc Donalds, que eran los únicos restaurantes que no habían agotado existencias. Fueron paradas cortas porque la tierra seguía temblando, y tampoco era plan de arriesgarnos por algo de descanso y una hamburguesa.
Cruzamos tres grandes ríos, el último hacia las 24.00, a oscuras y en medio de un embotellamiento, pues debíamos ir de dos en dos y a paso de tortuga. Hacia la mitad del puente, y sobre las heladas aguas, tuvimos una nueva gran sacudida, que puso a prueba nuestro cansados músculos, esfínteres y vejigas. Pero esto es lo peor que pudo pasar a los que estábamos en Tokio.
Llegamos cerca de la 1.00, y dormí como un lirón, aunque aquello seguía moviéndose levemente cada media hora.
El sábado me levanté con una AGUJETA que recorría mi cuerpo de norte a sur, y hoy domingo continúa doliendo con más saña todavía. El sábado, cuando el tráfico de trenes se normalizó, regresé a mi casa, se habían caído los libros y las estanterías de comida, así que he aprovechado para limpiar y hacer cambios. El gato estaba en la terraza, pues las ventanas se habías abierto. La caldera del gas se ha desconectado, y aunque dicen que es solo tocar unos botoncitos, esperaré el lunes a un profesional, que he agotado mi cota de sustos en estos días.
Hoy vuelvo a tener gas, y he salido a comprar. En mi supermercado no quedaba pan, cereales o arroz, ni leche o yogures, ni carne, sí algo de pescado, y mucha fruta o verdura. He querido comprarme dos bollos, pero los tienen racionados!! Uno por persona, entre eso y la caminata que buen tipo se me queda. He comparado algas, que tienen mucho yodo, que bloquea la absorción de...lo nuclear, que tampoco me quita el sueño, hay que cerrar las ventanas y ponerse impermeable. Mañana me voy a comprar un casco, espero que haya.
Y así han sido estos días para mí, seguimos en contacto.

viernes, 14 de diciembre de 2012

TOKIO Wonderland (lll)


Cuando llegué a Tokio con algo de dinero que había ahorrado de la liquidación en España y del trabajo como camarera en el restaurante "Macarena" de Londres, la principal preocupación era " no gastar" . Tokio es carísimo, pero también es cierto que una vez allí, cuando aprendes a vivir no como extranjera, a buscar, encuentras la forma de economizar y hasta de ahorrar. Pero al principio, después de dejar la mitad de mis ahorros en el exceso de equipaje, el miedo a cómo me iba a ir en el trabajo, el miedo que tenía Jin que era un becado con beca exigua, el alquiler de los 15 metros cuadrados de 80.000 pesetas al mes y el vencimiento del contrato cada dos años (y que suponía pagar: un mes de regalo para el dueño del suelo, otro para el dueño de la propiedad y otro para la agencia) estábamos aterrorizados. Así que las instrucciones eran claras: " ningún gasto superfluo". Y esto que parece tan sencillo, que casi es lo que estamos intentando hacer todos ahora, no podéis imaginar la tarea titánica que supone en un país donde todo, todo se vende, de tal manera que corres peligro de una depresión si no puedes comprar... lo que sea. Si a esto le añades que "Hello Kitty" me vuelve loca, que si iba al supermercado y hasta el avecrem tenía forma de Kitty, que las tostadoras imprimían su cara en las tostadas, que mirase donde mirase Kitty me llamaba, entenderéis el estrés consumista controlado con el que llegaba a casa todos los días. Y lo controlé bastante tiempo, pero poco a poco empezaron a aparecer cositas nuevas en casa. Nada extraordinario: una pequeño pañuelito ( de Kitty), unas pinzas de tender la ropa (de Kitty), una libreta para mis clases de japonés (de Kitty), y aquellas toallitas húmedas...de Kitty. Ya se acercaba el verano y el calor y la intensa humedad comenzaban a notarse, así que entré en un combini ( tienda veinticuatro horas donde encuentras de todo) en busca de algo, no sabía exactamente el qué, que paliase el calor, y justo enfrente de mí, una estantería llena de pequeños paquetitos de color celeste y con la cara de Kitty más dulce que había visto jamás. Me acerqué, casi sigilosamente, como sabiendo que iba a cometer un pecado: "¿por qué coger ésas que costaban casi cuatrocientos yenes, y no las que había una balda más abajo sin cara de Kitty, y que sólo costaban 100 yenes? ¡Pues porque sí!" Y las cogí. Las miré casi con adoración, era lo más caro que me había comprado allí, y nada más y nada menos que para refrescar mi piel. Imaginaba el suave olor que debían desprender, viniendo de Kitty no podía ser de otra forma y, por el símbolo que acompañaba a un número veinte, concluí que traía veinte maravillosas toallitas húmedas. Me subí en el metro pensando en las casi dos horas que tardaría en llegar al trabajo, pero con el paquetito en mis manos. El aire acondicionado estaba puesto a todo meter, como siempre, el calor se notaba después, en cuanto se abría la puerta, pero no pude esperar más. Saqué la primera y con el máximo cuidado y placer ( a pesar de que el olor no me pareció...ni tan dulce , ni tan suave...más bien algo agrio) empecé a pasármela por la cara, el cuello y las manos. Saqué otra y me la pasé por los brazos. Era tal el frescor que parecía que hasta escocía y todo. Todavía quedaba una hora, así que aproveché esa costumbre ( por más que al principio me daba la risa) de dormir en el metro, en el tren, en las cafeterías, donde fuese, y eché una cabezadita. Eso sí, yo me cuidaba muy mucho de dejar que mi cabeza cayese ladeada encima del hombro de turno que me tocase al lado. Cuántas cabezas desconocidas se apoyaron en mi hombro durante aquellos años...

Y llegué al trabajo. Mi japonés todavía era bastante pobre pero, no sé cómo, lograba hablar con mis compañeros e incluso podía contar después las conversaciones que habíamos tenido. Estaban contentos de verme tan feliz, tan bien adaptada y hasta con ese color rozagante que brillaba en mis mejillas...y en mi frente...y en mi cuello...

Y llegué a casa. El viaje en el metro fue un suplicio. Notaba miradas extrañadas y un persistente calor en la cara. Intentaba colocarme frente a frente con la boca de salida del aire, pero ni con esas. Al llegar, fui corriendo a mi espejito (20x20, acorde con la escala). Mi cara estaba algo roja y parecía que comenzaba a ser invadida por un pequeño sarpullido. Comencé a asustarme y cogí corriendo el paquete celeste. Lo miré y remiré, intentando descifrar aquellas "letras" como si de repente un milagro fuese a hacerlas inteligibles para mí. Y aquel paquetito, inofensivo a simple vista, empezó a convertirse en un objeto malévolo que pobló mi noche de pesadillas: Kittys gigantes que me perseguían echándome cubos de agua encima, caseros malvados que querían tres meses de regalo y dos más porque sí, y todo ello entre sudores fríos, sarpullido cada vez más agresivo y creo que hasta fiebre. Me levanté y fui a escondidas al baño. No le había dicho nada a Jin porque el hacerlo implicaba confesar mi pecado: comprar toallitas de Kitty carísimas. ¡Nooooooo! ¡ Mi caraaaaaaaaa! Estaba roja como un tomate y llena, llena de pequeños granitos. Le desperté. Me miró. Casi 'la palma' del susto. "¿Qué has hecho? ¿Qué has armado esta vez?" Cogí "el paquetito" y se lo di. Tardó varios minutos en descifrar aquel galimatías ideográfico. Me miró de nuevo sin lograr adivinar la conexión, por imposible, entre mi color rojo y aquel celeste que envolvía a lo que fuera que contenía en su interior."¿Para qué has comprado toallitas de KITTY para limpiar la taza del váter?"

jueves, 13 de diciembre de 2012

SENTADA al Borde de una ISLA

Hay veces que crees que no tienes nada que escribir. No sé ni cuántas veces me ha pasado ya desde el comienzo de mi andadura literaria, y es increíble cómo, de momento, las palabras siguen saliendo. Pero el miedo sigue ahí cada mañana. Ayer alguien me recordó uno de los libros más bonitos de mi adolescencia, a pesar de que fue de esos elegidos por el profesor de Literatura como obligatorio, "Rimas y leyendas", de Gustavo Adolfo Bécquer. Al final de las rimas o de las leyendas, tendré que comprobarlo luego, decía algo así: no voy a tener tiempo para vestir de palabras todo lo que quiero decir. Hoy por hoy yo creo que sí voy a tener tiempo, pero me encantaría poder decir lo mismo que él. Así que, en busca de esas palabras, he venido a la orilla del mar. Hoy el paisaje parece casi irreal. O tan real que nubla los sentidos: gusto a salitre, tacto a humedad, olor a mar y café, sonido a orilla y vista al gran azul. Estoy sentada al borde de una isla, tan al borde que puedo ver la otra, la de enfrente, y emergiendo entre las nubes y la calima, el Teide. ¡Dios! ¡Qué afortunada me siento viviendo aquí! Hay lugares que logran que los tiempos convulsos que vivimos parezcan más amables. Las caras que veo por aquí no parecen tan tristes, escucho hasta risas, propósitos para el nuevo año que se acerca, cierta mofa por la cercanía del fin del mundo tan anunciado, un martillo eléctrico que anuncia que alguien está trabajando, miradas de amor a los ojos de otro o al mar ( espero que no me llegue el humo de los de la mesa de al lado y me fastidie este momento), una compañera del taller de escritura que tiene nombre de diosa griega y que veo todas las mañanas paseando su amor de la mano, dos amigas que se animan la una a la otra a no dejar sus paseos ni en Navidad ni en Reyes, y las olas, cada vez más alteradas, bailando con la orilla, jugando al "que te pillo" con los que osadamente corren tan cerca de ellas, desafiándolas...y sonrío. Las palabras han salido, no era lo que en un principio iba a escribir pero "esa" será otra historia...

martes, 11 de diciembre de 2012

CRISIS Higiénica


Las cosas iban mal y él lo sabía. Pero lo último que podía esperar es que su mundo se viniera abajo por un rollo de papel higiénico. Un simple rollo de papel higiénico que él se encontró en un sitio en el que no debía estar. Y que además encontró por pura casualidad, cuando desesperado buscaba debajo de la cama un último par de calcetines limpios o sucios, ya daba igual, pero un par de calcetines que le evitasen tener que salir otra vez en cholas. Por mucho que en esta ciudad sea de lo más normal, todavía no se había habituado a aquella indumentaria desordenada de tan informal.

Llegaba tarde. Como siempre las largas horas de trabajo robadas al sueño le hacían imposible liberarse a tiempo del abrazo desgarrado de las sábanas que, cual enredaderas oníricas, se liaban entre sus piernas impidiéndole saltar a la realidad, ni tan siquiera diez minutos después de la primera llamada. Pero para eso estaba ella, como siempre. Siempre que no se durmiese ella también, claro. 

Alargó el brazo y entre motas de polvo logró alcanzar algo. Pensó “¡por fin!, unos calcetines”. No es que ella los guardase debajo de la cama, pero es que desde el comienzo de la crisis financiera y su fiero afán de economizar, limitaba tanto el número de lavadoras semanales que la esperanza de encontrar un par limpios, se limitaba a que él se hubiese dejado alguno tirado por el suelo y que una aspiradora despistada los hubiese desterrado allí debajo. Ya había tenido suerte alguna vez.

Pero no, no eran calcetines. Era un rollo de papel higiénico a medio gastar. Lo miró desconcertado, con ese tipo de certeza que se tiene alguna vez en la vida pero que es la certeza de la evidencia. Aquella que por más excusas, explicaciones, pretextos que nos den, arraiga de tal manera en nuestra razón que nos priva de ella para siempre. 

Y supo. Supo que la crisis no era la causante de su falta de calcetines limpios. Ni de los calcetines, ni de las camisas arrugadas, ni de los sandwiches de jamón y queso como menú diario. Ni de ese “me voy a dormir temprano”. Ni de ese aire de mujer satisfecha cuando parecía que no la miraba y que repentinamente se tornaba en el rostro del hastío más absoluto cuando casi por error sus miradas se cruzaban.

Sin miedo a las rozaduras se puso los zapatos sin calcetines. Se sentó en el borde de la cama con el rollo aún en sus manos. Ella se desperezaba, reacia a abandonar el sueño. El sonido de unos sollozos acabaron de despertarla. Sus hombros se movían agitados por el llanto desacompasado. En la penumbra pudo vislumbrar la incipiente calva que tanto desasosiego le estaba causando. Y supo. Supo que él lo sabía. Y lloró.

lunes, 10 de diciembre de 2012

AROMA de una Tarde


Me he levantado temprano, pero las sábanas hoy no han intentado retenerme, sabían que no tenían nada que hacer. Todavía tenía el gusto en mi boca del arroz blanco con frijoles y la carnita especiada que comí ayer a pesar de que, la noche en forma de sueño y horas, me había intentado alejar de esa tarde y de ese sabor. Llegué con hambre, “hambre” de la que se habló y mucho. Mi hambre fue saciada con ese plato que expedía aromas de más allá del océano, pero esa otra “hambre”, la de estómagos vacíos, la de cumpleaños con refrescos inventados, la de guateques con agua y hielo, la de bolsos forrados de plástico aguardando albergar manjares, la de voces en el patio anunciando números altos de cartillas de racionamiento, la de colas interminables que privaban al poeta de sus versos, la de mañanas con preguntas culinarias sin respuesta, la de pelo con aroma a rosas, la de  compartir un huevo dando la parte más grande a quien más querías, la de cafés de mentira que lograban engañar al cuerpo…Esa otra “hambre” quedará siempre detrás de  esas palabras que, al escucharlas de su voz tan dulce, de su alma de emigrante obligada, me hicieron mirar al mar…“ahora, veinte años después, me hubiese gustado dedicar una mirada más detenida a lo que dejaba atrás…”

  
© GUADA 
 A Manuel, a Claudia y a Belkys

sábado, 8 de diciembre de 2012

LA CASA

Hace algún tiempo hablé de mi vecino Guillermo y sus geranios. Fue el primer texto que hice público y por el que me animé a seguir escribiendo. Hablaba de Guillermo, su llegada, sus geranios y la felicidad que me daba verlos todos los días. Hablé también del día que se fue llevándose los geranios consigo y su tristeza. Tristeza que sigue acompañando sus pasos cada vez que le veo, pues no se ha ido muy lejos.  Su casa se quedó vacía a la espera de un nuevo comprador. Durante meses he visto esas ventanas cerradas y el cartel colgando. Hoy las persianas han subido, las luces se han encendido y he conocido a mis nuevos vecinos de ventana a ventana. Ellos a mí todavía no, a no ser que tengan ese afán curioso por la vida en las casas ajenas que a mí me posee. Y aunque me llena de curiosidad ver a esa nueva pareja, a los que vislumbro mientras se van apoderando de cada rincón, mientras él llena la nevera que antes llenaba Guillermo, mientras ella está sentada en el suelo intentando montar las patas de un sillón color beige que me encanta, en lo que verdaderamente he pensado, es en la casa. Recuerdo cuando estaba vacía y nunca había sido habitada. Esperaba engalanada, nueva, recién construida, maquillada en tonos claritos, esperando elegante a ser poseída. Llegó Guillermo y decidió que llevaba para su gusto, no sé si poco o mucho maquillaje, ya que lo primero que hizo fue pintarla de nuevo, poner más tabiques limitando aún más el pequeño espacio y llenando sus paredes de cuadros y cuadros por doquier, además de sus y mis queridos geranios. Durante los años que vivió allí, su historia de amor subió y bajó como la de cualquier pareja. Su padre vino a vivir con él. Ambos, casa y dueño, se adaptaron al tercero, limando las asperezas que produce siempre la intervención de una tercera persona en la relación de pareja y ambos lloraron cuando la vida, en forma de edad, se lo llevó. Lloraron ellos y lloré yo que, desde mi ventana, podía sentir la soledad de aquellas paredes y la de aquel hombre que se había quedado solo. Aquella pérdida fue minando su relación.  Todas las noches las luces tenues que él encendía, no lograban paliar la oscuridad que envolvía el alma del hombre y su hogar. El final llegó y él se fue. Los geranios también. Las luces se apagaron y durante un tiempo el amor no llegó a aquella casa. Hoy quiero pensar que está feliz. Que ha vuelto a ser poseída. Que vuelven a ser tres. 


                                                                                                                                                   © GUADA 

viernes, 7 de diciembre de 2012

TOKIO Wonderland (II)


Y la nevera llegó a casa al día siguiente. La esperaba con la misma ilusión que de pequeña esperaba los regalos de los Reyes Magos. Medía  de alto unos 80-90 centímetros y de ancho cuarenta aproximadamente, pero a mí me parecía la nevera más maravillosa y grande del mundo. Y la puse a trabajar a todo trapo: una balda llena de yogures, bueno, los que cabían (seis) y otra para una botella de agua y otra de café con leche (se compraba en botellas ya hecho) y poco más, ya que el mini-congelador se convertía en un bloque de hielo que además no tenía puerta que lo separase del resto de baldas. Y así, mis pequeños 15 metros cuadrados fueron tomando forma de hogar, de hogar  en “femenino”. Junto a la nevera compramos también una pequeña estantería en la que, para maximizar el espacio, clavé con chinchetas unas cestitas de plástico a un lado que hacían las funciones de” baldas de baño”, llenas de productos cosméticos ( la mitad no sabía ni para lo que eran). Dicha estantería estaba colocada en la entrada de la casa, que hacía las veces también de cocina. He de confesar que solo cociné allí cinco o seis veces. Era casi imposible, aunque sí recuerdo haber hecho allí el mejor arroz con leche de mi vida. Era muy incómodo tener que comer luego sentada en el suelo, encima del futón (colchón finito sobre el que se dormía), en el que más de una vez se cayó algún que otro plato lleno de arroz caldoso.
La pequeña nevera ayudó a hacer mi vida un poco más fácil. Pero quedaba otro tema pendiente: la lavadora.

La lavadora sí que, por más imaginación que le echase, no cabía. Y, con esa ilusión que ponía en todas las cosas, me iba con dos bolsas gigantes de basura (las japonesas son más bonitas que las españolas), llenas de ropa, al “laundry”. No estaba lejos, diez minutos caminando. Las lavadoras allí eran gigantes. Dejaba lavando la ropa aproximadamente hora y media, me iba a casa y, luego volvía para traspasarla a la secadora. Otra hora más o menos, y luego regresaba a recogerla. Los japoneses no hacían eso. Ellos se quedaban allí sentados,  casi siempre con un libro,  y algún otro mirando al infinito a través de una lavadora que daba vueltas y vueltas sin parar y que las pocas veces que yo hice lo mismo me llegó a hipnotizar.  Yo no entendía por qué a veces con un frío polar se quedaban allí sentados casi tres horas, cuando lo más fácil era ir a casa y luego volver. Jin, que allí dejaba de ser español y se convertía en más japonés que los japoneses, me decía casi enfadado: “Guada, que no te puedes ir. Que puede haber algún problema”. Yo no podía imaginar qué problema podía haber en dejar una lavadora lavando, o una secadora secando. Pues sí. Los problemas existían y básicamente se reducían a dos. El primero, era cierta tendencia que tienen algunos japoneses, más que tendencia “fascinación”, por la ropa interior femenina, preferiblemente la que tenga dueña. Y el segundo, que si tardaba más de la cuenta, podría dejar o una lavadora o una secadora ocupada, y a lo mejor alguien que quisiera utilizarla al estar el resto también ocupadas, se podría enfadar al ver que nadie recogía una ya terminada. Pero era española, no japonesa (sobre todo en aquella época), y lo cierto es que uno y otro problema me daban igual. Así que…ocurrió. Hacía muchísimo frío o calor, lo cierto es que ahora no lo recuerdo, y dejé la secadora funcionando, me fui a mi tatami y creo que hasta me dormí un ratito. Con calma y con pausa me dirigí al laundry….¡Dios! ¡Qué vergüenza!  Alguien había necesitado la secadora y mi ropa ya hacía tiempo que estaba seca. Si hubiese sido en España (como bien dije antes, aunque sonase mal: yo era española, no japonesa) la ropa, posiblemente, si no tirada en algún rincón, estaría hecha un barullo en una silla de las muchas que había. El laundry estaba vacío. Todas las secadoras funcionaban acompañando a las lavadoras y en un banco, delante de la secadora que yo había utilizado y que seguía funcionando pero con una ropa mucho más colorida que la mía, estaba toda mi ropa perfectamente doblada. Calcetines con calcetines, bragas con bragas, camisetas con camisetas. Y no había nadie…posiblemente todos se habían escondido para no hacerme pasar el mal trago de tener que enfrentarme a mi incívico comportamiento…a la española.




martes, 4 de diciembre de 2012

TOKIO Wonderland (I)


Hoy hablando con unas amigas , no sé cómo la conversación llegó a tema lavadoras…!vale! ¡ya me acuerdo!...hablando de que no tenían azotea ni tendedero, por lo que tenían que hacer uso de la secadora y que la factura de la luz alcanzaba precios astronómicos. Me quedé pensando y dije que lo malo de verdad era no tener lavadora. Me miraron extrañadas, y comencé a contarles otra de mis tantas experiencias en Tokio.

Vivir sin lavadora

Cuando llegué a Japón con todas las ilusiones del mundo más una maleta de 60 kilos por la que tuve que pagar un pastón por exceso de equipaje, me encontré con mi nuevo hogar: 15 metros cuadrados en los que, por imposible que parezca, había de todo…bueno de todo, menos lavadora y nevera. Un baño estilo oriental, una cocina de juguete y el gran lujo: un pequeño armario de esos desmontables que sería para mí. Llegué en marzo por lo que el tema nevera, al no hacer tanto calor, pudo esperar. Como bien dijo Jin, ¿para qué quería una, si tenía mi gran nevera a solo unos metros? Un Combini (tienda veintcuatro horas) en la que podías encontrar de todo, desde unos espaguetis recién hechos , a unos tornillos, entradas para el cine, calcetines, poder enviar paquetes a España, pagar facturas y si no tenías dinero, podías pagar con el bono del tren. Tanta era mi ilusión estrenando país, que todo me parecía maravilloso. Que no había nevera, ¡genial! Que no tenía lavadora, ¡genial! Que para ir al baño había que ponerse en cuclillas, ¡genial! Que las ventanas no cerraban y que hacía un frío del carajo, ¡genial! Que todos los días la casa temblaba varias veces tras terremoto y terremoto, ¡genial!

Me acostumbré rápidamente a todo. Bueno, la comida me costó un poco más. Por primera vez en mi vida engordé dos o tres kilos, algo natural si comía todos los días en  Mcdonald´s.

Pero llegaron los meses de calor y la verdad es que la ausencia de nevera empezó a notarse. El agua se calentaba a la velocidad del rayo. Los yogures había que comérselos sí o sí. Cuando llegaba al Combini muerta de hambre, me lo comparaba todo, como suele pasar, y al llegar a casa y empezar a comer, el hambre ya se había calmado pero los yogures, había que comérselos. Así que comenzó la lucha sin cuartel: ¡quiero una nevera! Me daba todo tipo de excusas: ¿para qué? ¿si no sabemos cuánto tiempo vamos a quedarnos? (yo me había ido para un año y ya llevaba casi dos) ¿dónde la meteríamos si no había sitio? (yo ya tenía el lugar perfecto para una pequeñita)  y para qué , y , bla, bla, bla…Al siguiente fin de semana estábamos en la tienda de segunda mano comprando una mini-nevera que costó 8.000 yenes ( 15.000 pesetas)  lo mismo que nos costaría tirarla un año después.

                                                                                                                                              Continuará...

sábado, 1 de diciembre de 2012

La LLUVIA no siempre es Rocío

Hoy el día ha amanecido lluvioso. He tenido que esperar la guagua de Yui media hora más de lo normal. A pesar de nuestros bonitos paraguas de Kitty, nos mojamos como si hubiésemos ido caminando dentro de una piscina, eso sí, con paraguas. De vuelta a casa iba disfrutando de la lluvia, oliéndola, sintiéndola, exultante de felicidad, diciéndome que estos días lluviosos también son maravillosos, que son un regalo más de la naturaleza... Hasta que llegué a Farray y vi a los habituales del banco de la plaza intentando guarecerse de la lluvia como podían en un soportal, aferrados a la bolsa que a modo de chubasquero improvisado protege el cartón de su desayuno ...Y entonces mi alegría pluvial se convirtió en tristeza borrascosa, y fui consciente de que lo que en mí son gotas de rocío, para ellos, no son más que torrentes de desamparo.


                                                                                                                                                    © GUADA 
                                                                                                                                                        .
                                                                                                                                                                                                       Para Noe.