Y por fin la conocimos. A ella. A la portera. Ella nos había enseñado el apartamento una de las veces, pero no sabíamos exactamente quién era. Ahora ya lo sabíamos. Era a ella a la que tenía que entregarle el dinero cada mes y la libretita de pagos para que me la sellara. Era a ella a la que debía consultarle cualquier cosa y era ella la que se quejaría también de cualquier cosa. Era como una espía colocada justo a la entrada del edificio. Vivía allí, en el bajo, y aunque nunca pude atisbar nada por los centímetros de puerta que dejaba abierta cuando iba a pagar, juraría que tenía cámaras espía colocadas por doquier. Era antipática con ganas pero sí que admiraba la diligencia con que mantenía limpias las escaleras, día tras día, a pesar de su edad. No le gustaban los extranjeros, se le notaba, pero el destino había hecho que trabajase en un edificio en el que estos eran bien recibidos. Intenté con todas mis fuerzas caerle bien. Cada vez que salía, y veía las cortinillas moverse, le decía adiós. Cada vez que llegaba le decía hola y le agradecía (otzukare sama deshita, costumbre japonesa), el trabajo realizado. Casi no me contestaba. Me rendí a la evidencia cuando, cada vez que me veía salir con la basura, aparecía de la nada y me decía algo. Yo me hacía la tonta y decía, sí, sí. Ella lo que intentaba era pillarme tirando la basura orgánica el día que tocaba la de recipientes de cristal o plástico. Hasta que la pillé yo a ella. Casi se muere. Y no precisamente tirando la basura…
Desde que llegué al edificio, todas las noches, a eso de las diez, se abría la puerta de uno de los apartamentos del primer piso y salía un hombre mayor a fumar. Le ví la primera vez que estrenaba lavadora. Cómo no podía creer que tenía lavadora en casa, me pasé una semana poniendo varias lavadoras al día (no sé ni lo que lavaba tantas veces). La primera noche puse hasta tres seguidas y cuando salía a tender la ropa a la terraza, le ví. La primera noche, la segunda… Al principio no le di la mayor importancia, pero empecé a relacionar el olor desagradable que entraba todas las noches en el apartamento con aquellas salidas del viejito. Poco a poco me fui acostumbrando y hasta me olvidé de él. Pero se fue quitando el frío y me desesperaba cada vez que al abrir la ventana por la noche entraba alguna cucaracha, a mi parecer “mutantes”, por el tamaño y color rozagante que lucían. Y lo peor: volaban. Me enfadaba y me preguntaba de dónde salían, por qué entraban en mi casita que mantenía tan limpia. Lo que menos imaginaba era…
Continuará...
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