Érase una vez un árbol que vivía en un patio detrás de dos puertas tan gruesas que no conocía al frío, ni al viento, ni tampoco al calor . Sus hojas caían cada año pero no sabía ni cuándo, ni por qué. Se quedaban a sus pies, amarillentas y adormiladas, cubriendo las raíces que buscando la libertad habían levantado el suelo y reptaban sigilosas intentando colarse por las rendijas de la primera guardiana que encontraban a su paso. Era grande, muy ancha y no tan gruesa como la segunda. Pero a diferencia de esta, estaba siempre cerrada, salvo una pequeña ventanita que siempre estaba abierta y por la que vislumbraba a veces un rayo de sol y otras, muy pocas, pero las mejores, un rayo de luna. El rayo de luna llegaba siempre cargado de historias. Le hablaba de las mareas que hacía crecer a su antojo, como ella lo llamaba "cuando estaba llena"; le hablaba del desierto en el que por más que lo intentaba no lograba reflejarse; de la lluvia que formaba charcos en los que pasaba de ser una a ser mil y de los árboles, de los árboles libres que acariciaba cada noche como le gustaría acariciarlo a él con su luz de luna. Y el árbol lloraba. Lloraba hojas sin saber si era otoño o invierno y bebía agua sin saber si era la sed del verano o las lágrimas del sol. Porque el rayo de sol no hablaba tanto como el de luna. Tan sólo lloraba sobre la puerta , la llenaba de pequeñas gotas que resbalaban hasta el suelo llegando a las raíces que no sabían que si bebes lágrimas de sol lloras hojas de luna.
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