Cierra los ojos…acabo de leer. Solo tres palabras que pueden contener todos los sueños del mundo. Nunca me gustó que me lo hicieran. Que lo dijeran sí. Pero que se acerquen por detrás y me tapen los ojos con las manos nunca me ha gustado. Debe ser por la manía que tengo de que no me toquen la cara. Recuerdo unas manos frías de dedos largos que solían hacerlo. No era para regalarme nada, ni para mostrarme alguna sorpresa. La sorpresa en sí era su presencia. No sé cómo nunca se dio cuenta de lo hierático de mi cuerpo, del rictus en la sonrisa, de la poca sorpresa que me daba. También es cierto que, en aquel tiempo, esas manos estaban cargadas de buenas intenciones, el problema era únicamente mío: las manos y mi cara no conjugaban bien, incluso las mías, que solo se podían saltar la veda para enjugar lágrimas.
Aquellas manos me taparon los ojos alguna vez más. Muy pocas. Ahora ninguna. En el desván de su casa guarda un retrato, un retrato de sus manos. No quiere que nadie lo vea. Mientras las suyas con el paso del tiempo van adquiriendo lozanía, pierden el temblor y el color amarillo de la nicotina, las del dibujo van envejeciendo. Se arrugan. Se ennegrecen. Pequeños gusanos invaden el lienzo. Un lienzo que no solo capturó sus manos, también su alma.
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