Pero para eso todavía faltaban muchos meses. Ahora tocaba seguir trabajando y prepararme para la inminente visita de mi madre. Creo que a todas las abuelas les debe pasar algo parecido pero no sé si llegan al grado de mi madre: se volvió literalmente loca. Loca de amor por “su nieto nonato”, porque ella había decidido que era niño. Llegó a Japón tras más de treinta horas de viaje de puerta a puerta. Y ya desde ese momento había decidido hacer cualquier cosa por “él”. Superó todos sus miedos. Viajar tantísimas horas en avión sola; pincharse en el aeropuerto, ella sola, en el estómago, una inyección anticoagulante para evitar el “mal del turista”. Superar el agobio que le producía ser de ese diez por ciento de mujeres a las que la menopausia atacaba de la forma más brutal y cuyos síntomas imaginaba como algo terrible dentro de un avión durante dieciséis horas; todo ello añadido a que, justo en aquella época, las entradas a los aeropuertos japoneses estaban llenas de cámaras para detectar subidas de temperatura en los cuerpos de los viajeros y a que había varios inspectores que observaban sudoraciones anormales para, ni cortos ni perezosos, ponerte en cuarentena con el fin de evitar un posible contagio por “gripe aviar”. Le había metido tanto miedo al respecto que durante los metros que duró aquel trayecto hasta la salida caminó con la cara “más saludable” que pudo poner…Y llegó. Era tempranito. Salió por aquella puerta con la cara desencajada, agotada, pero feliz, muy feliz. Creo que no era consciente todavía de dónde estaba.
Yo había preparado el apartamento (15 metros cuadrados) lo más acogedor que pude. Estaba aterrorizada pensando que a lo mejor no le gustaba. Al mismo tiempo que pensaba en esas carreras nocturnas que se producirían por la noche en el falso techo (mis amigos los ratoncitos). Tardamos más de dos horas en llegar desde el aeropuerto a casa y casi no le di tiempo a verla: dejé que soltara la maleta y la arrastré otra vez al metro para ir a comer a Shibuya. Quería tenerla la mayor parte del tiempo en la calle para que no se diera cuenta del diminuto espacio en el que iba a pasar quince días. De la precariedad del hogar en el que se suponía que también iba a vivir “él” cuando naciera. Fuimos a comer a un restaurante indio. Yo no paraba de hablar y no me daba cuenta del color cada vez más cetrino de mi madre. Salimos del restaurante y nos dejamos arrastrar por una marea humana de ojos rasgados. Yo estaba decidiendo a dónde debíamos ir a continuación cuando mi madre, casi en un hilo de voz, dijo: “vamos a casa, por favor…” Estaba a punto de `palmarla´, como luego me confesó. No veía nada, estaba mareada, agotada y solo deseaba darse una ducha y acostarse en el suelo de mi apartamento (no había donde sentarse), en el tatami, en el futón, donde yo le dijese…
Continuará...
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