No me lo puedo creer, pero es verdad. Pienso en él y no sé su nombre. Y lo que es peor, creo que nunca lo supimos, ni él el nuestro. Ahora que lo pienso quizá el nombre de su pequeño restaurante fuera el suyo propio, pero tampoco lo recuerdo, y eso que durante más de dos años cenábamos allí todos los días. Sólo dejábamos de ir algún que otro sábado que nos quedábamos en el centro o las veces que íbamos al coreano que había unos metros más allá, que también nos gustaba mucho, pero nos sentíamos tan mal cada vez que íbamos creyendo que le estábamos traicionando a él, que lo hacíamos poquísimo y siempre a escondidas.
Yo había intentado cocinar en el pequeño apartamento, pero de verdad que era muy difícil. La cocina en realidad no existía y no tenía dónde poner las cosas. Las veces que hice algo, arroz con pollo y salsa de soja y el mejor arroz con leche de mi vida, salió bien, pero al comer sentados en` posición de loto´, encima del futón, se me derramó el plato y fue muy difícil dormir oliendo la salsa de soja cada vez que me daba la vuelta.
Recuerdo perfectamente lo que pedí la primera vez. Un lamen. Me iba adaptando poco a poco a la comida japonesa. Al principio me costó bastante, pero este restaurante diminuto, a sólo unos pasos de casa, era chino. Y la comida china me era más familiar. Él también era chino. Era un hombre serio y muy tímido, o tímido, y eso le hacía ser serio. He de decir que el restaurante tenía una pinta de sucio…no, estaba algo sucio. Tampoco me puedo creer que no tengamos ni una foto. ¡Ños! ¡Qué bien me hubiese venido un Iphone en Tokio! Las mesas y los platos y cubiertos no lo estaban, pero sí que todo parecía estar cubierto de una pátina algo grasienta, y la cocina, que estaba a la vista de todos, era pura grasa, pero la comida estaba deliciosa.
Los que acudían al local eran en su mayoría japoneses que, ahora que lo pienso, siempre iban solos, comían rápido un lamen, sorbiendo como es costumbre (yo al principio estaba horrorizada, pero luego fui la primera en sorber ruidosamente, así sabe mucho mejor) pagaban y se iban. Nunca daban las gracias, nunca sonreían ni al cocinero, ni a su ayudante. Es más, les trataban muchas veces de forma despótica haciendo honor a ese odio ancestral entre las dos culturas. Y quizá eso era lo que nos diferenciaba, además de nuestros rasgos evidentemente europeos. Llegábamos todas las noches, pedíamos una sopa deliciosa y un segundo plato que variaba entre Karague (pollo frito) o tofu. Le mirábamos sonrientes y le dábamos las gracias. El té frío era gratis y siempre teníamos el vasito lleno. Poco a poco logramos que en su cara se fuese dibujando un amago de sonrisa cuando entrábamos. Y un día nos sorprendió. Siempre pedíamos dos platos y aquel día, cuando ya estábamos a punto de terminar, se acercó a nosotros con otro plato y nos dijo que era su especialidad y que nos invitaba a probarla. Estaba delicioso, eran unas patatas con una salsa roja, que parecía tomate, con un gusto picantito, ¡Dios! ¡Se me hace la boca agua recordándolo! Y desde aquel día, además de los dos platos que pedíamos, siempre había un tercero invitación de la casa. Un día, aquel tercer plato casi provoca una escisión grave en nuestra amistad. Estábamos disfrutando de nuestros dos platos y esperando a ver con qué nos sorprendía aquella vez. Y nos sorprendió. Vaya si lo hizo. Se acercó a nosotros, esta vez más sonriente que nunca. A pesar de la humildad de su negocio, que sabíamos que le costaba mantener, quiso honrarnos con uno de los platos más caros que servía allí: un hígado que imagino estaba preparado de alguna forma especial, pero que no dejaba de ser hígado. No puedo expresar con palabras el asco que me da, y lo peor, a Jin también. Intentamos sonreír como siempre, en señal de agradecimiento, pero creo que nuestra sonrisa aquella vez se asemejaba más a la del Jocker a medida que los efluvios de aquel plato iban entrando por nuestra nariz. ¡Qué sufrimiento! ¿Cómo íbamos a comer aquello sin vomitar? ¿Cómo dejarlo, si nuestra educación nos impedía hacer ese feo, encima con el cariño que lo había hecho y lo que sabíamos que suponía para él ese plato? Intentábamos disimular cuando él nos miraba sonriente. Tardamos más que nunca en terminar de cenar. Disimulábamos trozos debajo de servilletas de papel. Yo hice un esfuerzo supremo, metiéndome tres trozos en la boca y tragándomelos. Jin se negó en rotundo y no se comió ni uno. Otros los mastiqué, y con disimulo los escupí en la servilleta y me los metí en el bolsillo. Hasta que se acercó a retirar los platos. Nos miró y luego nos preguntó sonriendo si no nos gustaba el hígado, le dijimos que sí, que sí, que estaba muy rico, pero supo interpretar nuestros gestos que no acompañaban a las palabras. Nunca más nos puso hígado.
Nuestra amistad sin palabras y sin nombres fue creciendo. Allí sentados vimos un día en la pequeña televisión que tenía, lo que en principio creímos una película: unos aviones estrellándose contra las Torres Gemelas de Nueva York. Al tercer plato nos explicó que no era una película, que estaba ocurriendo de verdad. Allí sentados nos despedimos de él cuando nos cambiamos de barrio, con la promesa de que pasaríamos de vez en cuando a verle. A la mañana siguiente, seis compatriotas chinos estaban tocando a la puerta de nuestro apartamento para ayudarnos a hacer la mudanza. Los había enviado él.
No volvimos a cenar. Lo hicimos para despedirnos definitivamente cuando volvimos a España. Llevábamos a Yui. Vimos que le metía algo en su abriguito, 3.000 yenes, una cantidad muy humilde, pero que para él era un tesoro.
Todos estos relatos sobre tu vida en Japón harían un libro precioso...para cuándo?
ResponderEliminarMe gusta, Guada, y como dice Ruth vete pensando en eso. Cuentas muy bien lo que quieres contar. Besos.
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