jueves, 17 de enero de 2013

LA PLAZOLETA Farray


Vivo cerca de una plaza. Cuando llegué se convirtió en una especie de refugio, de lugar de aclimatación. Al principio fue por una necesidad evidente: la casa estaba vacía, no teníamos ni platos, ni vasos, ni cafetera. Así que era el lugar del desayuno. Era una plaza con un encanto especial. Casi todo el barrio pasaba por allí en algún momento del día y se tomaba un cafecito. Las palmeras gigantes, preciosas, que allí vivían, la hacían mágica. El día que las cortaron, lloré. El “picudo rojo” había llegado hasta ellas. Las cambiaron. Ahora hay otras, pero ni ellas, ni nosotros, hemos logrado adaptarnos a la nueva situación. 

Mientras unos nos sentábamos plácidamente en las terrazas, otros lo hacían en los bancos que la rodeaban. Improvisaban tertulias, veían nacer amistades o, simplemente, miraban el agua de la fuente que lanzaba un chorrito las veces que funcionaba. No tenían otro sitio a donde ir. A veces venían sin nada, sólo con unas bolsas de plástico que, si estuviésemos en E.E.U.U., serían de cartón y otras traían consigo sus pequeñas pertenencias en carros o maletas maltrechos. Todos disfrutábamos por igual del calor del sol.

Hace poco la fuente fue rodeada de unos plásticos verdes. Casi parecía que habían encontrado un yacimiento arqueológico. Tal era el secretismo con el que guardaban lo que estaban haciendo detrás. Confieso que aunque me llamó la atención, no le di la mayor importancia. Yui llegó a la conclusión de que la estaban limpiando. Y tres o cuatro días después levantaron la carpa y descubrieron ufanos su obra. La fuente en la que algunos se sentaban para hacer más agradable la tertulia había sido…no tengo palabras…y tampoco quiero pensar en el que ideó algo tan ruin. La fuente, antes no especialmente bonita, pero sí agradable con las esculturas de niños jugando, se había convertido en espejo de lo que somos los humanos. A la superficie lisa que la rodeaba le habían añadido unas pequeñas estructuras, en forma de zigurat, cuya única finalidad era impedir que “ellos” se pudiesen sentar. Al día siguiente también cambiaron los bancos. Los tradicionales, con respaldo, habían sido sustituidos por bloques de hormigón, en un intento de hacerlos inhóspitos para aquellos que lo único que hacían era ver pasar la vida en aquella plaza que, ahora, ya no les quería como les llevaba queriendo toda la vida.

                                                                                   A todos nosotros, que también somos "ellos"

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