jueves, 31 de enero de 2013

KARASU. Los cuervos tokiotas.


Entre los millones de japoneses que pueblan la ciudad de Tokio se encuentran otros habitantes más pequeños, pero no por ello menos numerosos. Unos han tomado el cielo y otros el subsuelo de la ciudad (tampoco me olvido de los que corretean por las calles en las calurosas noches de verano): cuervos, ratones y cucarachas. A estas alturas alguno ya habrá puesto cara de susto. Y no es para menos. Al principio, como estás tan sorprendido con todo lo que ves a tu alrededor, casi no te das cuenta de esos pájaros gigantes, negros azabache, que te miran desafiantes apoyados en una barandilla, a tu lado en el suelo o desde una farola dispuestos a caer en picado no sobre todo lo que brille, como suele decirse, sino sobre todo lo que sea susceptible de llevarse a la boca. 

Y un día, mientras caminas maravillado ante todo lo desconocido y bombardeado por los flashes de las luces de Neón (que a estas alturas serán ya Leds), caes en la cuenta de que estás siendo observado y de que, como abras mucho más los ojos, quizás pierdas alguno de un picotazo. Y los ves. Suelen aparecer temprano, cuando las basuras esperan a ser recogidas. En Tokio no hay contenedores. Las basuras se depositan en puntos fijos en unas bolsas blancas que colocas debajo de unas redes azules, en un intento de que no puedan ser picoteadas. Pero nada les detiene. Consiguen desayunar copiosamente para luego sobrevolar la ciudad graznando a todo trapo, haciendo que a nuestra mente lleguen las imágenes que tanto nos impactaron en “Los pájaros” de Hitchcock. Y lo que al principio te causa cierto temor, se vuelve poco a poco parte de tu día a día tokiota: desayuno en el Starbucks, metro hasta el trabajo, tropiezo con cuervos, comida rápida, vuelta al metro, algún que otro ratoncillo corriendo por las vías, parada en el combini ( compra de yogures y agua) y regreso a casa, esperando que ningún ratoncillo te esté esperando o que, como mucho, sea alguna cucaracha despistada la que corretee por el tatami. Pero no siempre tienes la misma suerte…

Continuará...

lunes, 28 de enero de 2013

PAPEL en Blanco


Perdía casi todas las palabras. Caían de su bolsillo como caen las monedas; pero en silencio. Iba dejando un rastro de tinta a su paso, como Hansel para poder regresar a casa cuando retrocedía recogiéndolas y guardándolas otra vez en el bolsillo. Llegó antes de tiempo. No lo esperaba tan pronto, sobre todo porque aun tenía tanto que decir…Vino sin avisar, como vienen todas las cosas malas; tampoco las buenas avisan, pero éstas, cuando llegan, son tan deseadas que parece que llevan avisando desde hacía siglos.
Aquella mañana se levantó con la misma creatividad desbordada que ya en sueños poblaba su mente de versos, personajes y bellas palabras que anotaba en algún lugar de la memoria para plasmarlas después, fuera como fuera, en medio de un relato, de un aforismo o de un poema: añoranza, melancolía, abisal,  zureo…
El papel en blanco le esperaba. Cogió la pluma, levantó la vista y quiso ponerle nombre al sol.

Para todos aquellos que han comenzado a olvidar...

miércoles, 23 de enero de 2013

Un RECUERDO

Italia 13. Yo no tenía más de tres o cuatro años, pero hay nombres que, a pesar de estar lejanos en el recuerdo, nunca se olvidan. Como el de aquella calle, la primera casa en la que tengo memoria de haber vivido. Recuerdo la cocina al final del todo, sin ventanas, y el dolor de mis piernas en crecimiento. Recuerdo la manta que me envolvía, llorando delante de un vaso con algo caliente y mi abuela intentado consolarme. Recuerdo nuestra habitación, dos camas, pero no recuerdo el sueño. Recuerdo la ventana a la calle, el alféizar en el que me apoyaba mientras intentaba cazar moscas, o donde esperaba al cartero que traía aquellos sobres gigantes a mi nombre con postales llegadas de todas partes del mundo. Recuerdo nuestras manos infantiles aferradas a la celosía que separaba nuestra habitación del “estar”, cuando oíamos llegar al practicante. Recuerdo mis lágrimas cayendo una a una en el suelo cuando me tumbaba en sus rodillas para ponerme la vacuna. Recuerdo los cubos de agua que caían a diestro y siniestro en medio de la salita, cuando mi abuelo intentaba recuperar a los canarios que había dejado escapar de su jaula. Recuerdo las piñatas que colgaban del salón en los cumpleaños, los palos a ciegas y el que fue a parar en la cabeza de abuelito. Recuerdo el alquitrán en los pies.

                                                                       A David Foenkinos, por llenar mis noches de recuerdos.

lunes, 21 de enero de 2013

EL COCINERO sin Nombre

No me lo puedo creer, pero es verdad. Pienso en él y no sé su nombre. Y lo que es peor, creo que nunca lo supimos, ni él el nuestro. Ahora   que lo pienso  quizá el nombre   de su   pequeño restaurante fuera   el suyo propio, pero tampoco lo recuerdo, y eso que  durante más de dos años cenábamos allí   todos los días. Sólo dejábamos de ir algún que otro sábado que nos quedábamos en el centro o las veces que íbamos al coreano que había unos metros más allá, que  también  nos gustaba mucho, pero nos sentíamos tan mal cada vez que íbamos creyendo que le estábamos traicionando a él, que lo hacíamos poquísimo y siempre a escondidas.

Yo había intentado cocinar en el pequeño apartamento, pero de verdad que era muy difícil. La cocina en realidad no existía y no tenía dónde poner las cosas. Las veces que hice algo, arroz con pollo y salsa de soja y el mejor arroz con leche de mi vida, salió bien, pero al comer sentados en` posición de loto´, encima del futón, se me derramó el plato y fue muy difícil dormir oliendo la salsa de soja cada vez que me daba la vuelta.

Recuerdo perfectamente lo que pedí la primera vez. Un lamen. Me iba adaptando poco a poco a la comida japonesa. Al principio me costó bastante, pero este restaurante diminuto, a sólo unos pasos de casa, era chino. Y la comida china me era más familiar. Él también era chino. Era un hombre serio y muy tímido, o tímido, y eso le hacía ser serio. He de decir que el restaurante tenía una pinta de sucio…no, estaba algo sucio. Tampoco me puedo creer que no tengamos ni una foto. ¡Ños! ¡Qué bien me hubiese venido un Iphone en Tokio! Las mesas y los platos y cubiertos no lo estaban, pero sí que todo parecía estar cubierto de una pátina algo grasienta, y la cocina, que estaba a la vista de todos, era pura grasa, pero la comida estaba deliciosa.

Los que acudían al local eran en su mayoría japoneses que, ahora que lo pienso, siempre iban solos, comían rápido un lamen, sorbiendo como es costumbre (yo al principio estaba horrorizada, pero luego fui la primera en sorber ruidosamente, así sabe mucho mejor) pagaban y se iban. Nunca daban las gracias, nunca sonreían ni al cocinero, ni a su ayudante. Es más, les trataban muchas veces de forma despótica haciendo honor a ese odio ancestral entre las dos culturas. Y quizá eso era lo que nos diferenciaba, además de nuestros rasgos evidentemente europeos. Llegábamos todas las noches, pedíamos una sopa deliciosa y un segundo plato que variaba entre Karague (pollo frito) o tofu. Le mirábamos sonrientes y le dábamos las gracias. El té frío era gratis y siempre teníamos el vasito lleno. Poco a poco logramos que en su cara se fuese dibujando un amago de sonrisa cuando entrábamos. Y un día nos sorprendió. Siempre pedíamos dos platos y aquel día, cuando ya estábamos a punto de terminar, se acercó a nosotros con otro plato y nos dijo que era su especialidad y que nos invitaba a probarla. Estaba delicioso, eran unas patatas con una salsa roja, que parecía tomate, con un gusto picantito, ¡Dios! ¡Se me hace la boca agua recordándolo! Y desde aquel día, además de los dos platos que pedíamos, siempre había un tercero invitación de la casa. Un día, aquel tercer plato casi provoca una escisión grave en nuestra amistad. Estábamos disfrutando de nuestros dos platos y esperando a ver con qué nos sorprendía aquella vez. Y nos sorprendió. Vaya si lo hizo. Se acercó a nosotros, esta vez más sonriente que nunca. A pesar de la humildad de su negocio, que sabíamos que le costaba mantener, quiso honrarnos con uno de los platos más caros que servía allí: un hígado que imagino estaba preparado de alguna forma especial, pero que no dejaba de ser hígado. No puedo expresar con palabras el asco que me da, y lo peor, a Jin también. Intentamos sonreír como siempre, en señal de agradecimiento, pero creo que nuestra sonrisa aquella vez se asemejaba más a la del Jocker a medida que los efluvios de aquel plato iban entrando por nuestra nariz. ¡Qué sufrimiento! ¿Cómo íbamos a comer aquello sin vomitar? ¿Cómo dejarlo, si nuestra educación nos impedía hacer ese feo, encima con el cariño que lo había hecho y lo que sabíamos que suponía para él ese plato? Intentábamos disimular cuando él nos miraba sonriente. Tardamos más que nunca en terminar de cenar. Disimulábamos trozos debajo de servilletas de papel. Yo hice un esfuerzo supremo, metiéndome tres trozos en la boca y tragándomelos. Jin se negó en rotundo y no se comió ni uno. Otros los mastiqué, y con disimulo los escupí en la servilleta y me los metí en el bolsillo. Hasta que se acercó a retirar los platos. Nos miró y luego nos preguntó sonriendo si no nos gustaba el hígado, le dijimos que sí, que sí, que estaba muy rico, pero supo interpretar nuestros gestos que no acompañaban a las palabras. Nunca más nos puso hígado.

Nuestra amistad sin palabras y sin nombres fue creciendo. Allí sentados vimos un día en la pequeña televisión que tenía, lo que en principio creímos una película: unos aviones estrellándose contra las Torres Gemelas de Nueva York. Al tercer plato nos explicó que no era una película, que estaba ocurriendo de verdad. Allí sentados nos despedimos de él cuando nos cambiamos de barrio, con la promesa de que pasaríamos de vez en cuando a verle. A la mañana siguiente, seis compatriotas chinos estaban tocando a la puerta de nuestro apartamento para ayudarnos a hacer la mudanza. Los había enviado él.

No volvimos a cenar. Lo hicimos para despedirnos definitivamente cuando volvimos a España. Llevábamos a Yui. Vimos que le metía algo en su abriguito, 3.000 yenes, una cantidad muy humilde, pero que para él era un tesoro.
                                                                                                   Foto: Google Earth
Para el cocinero sin nombre: en él encontramos la solidaridad y la amistad de aquellos que, con diferentes culturas, idiomas, costumbres…saben entenderse, más allá de las palabras, con el lenguaje del corazón.

jueves, 17 de enero de 2013

LA PLAZOLETA Farray


Vivo cerca de una plaza. Cuando llegué se convirtió en una especie de refugio, de lugar de aclimatación. Al principio fue por una necesidad evidente: la casa estaba vacía, no teníamos ni platos, ni vasos, ni cafetera. Así que era el lugar del desayuno. Era una plaza con un encanto especial. Casi todo el barrio pasaba por allí en algún momento del día y se tomaba un cafecito. Las palmeras gigantes, preciosas, que allí vivían, la hacían mágica. El día que las cortaron, lloré. El “picudo rojo” había llegado hasta ellas. Las cambiaron. Ahora hay otras, pero ni ellas, ni nosotros, hemos logrado adaptarnos a la nueva situación. 

Mientras unos nos sentábamos plácidamente en las terrazas, otros lo hacían en los bancos que la rodeaban. Improvisaban tertulias, veían nacer amistades o, simplemente, miraban el agua de la fuente que lanzaba un chorrito las veces que funcionaba. No tenían otro sitio a donde ir. A veces venían sin nada, sólo con unas bolsas de plástico que, si estuviésemos en E.E.U.U., serían de cartón y otras traían consigo sus pequeñas pertenencias en carros o maletas maltrechos. Todos disfrutábamos por igual del calor del sol.

Hace poco la fuente fue rodeada de unos plásticos verdes. Casi parecía que habían encontrado un yacimiento arqueológico. Tal era el secretismo con el que guardaban lo que estaban haciendo detrás. Confieso que aunque me llamó la atención, no le di la mayor importancia. Yui llegó a la conclusión de que la estaban limpiando. Y tres o cuatro días después levantaron la carpa y descubrieron ufanos su obra. La fuente en la que algunos se sentaban para hacer más agradable la tertulia había sido…no tengo palabras…y tampoco quiero pensar en el que ideó algo tan ruin. La fuente, antes no especialmente bonita, pero sí agradable con las esculturas de niños jugando, se había convertido en espejo de lo que somos los humanos. A la superficie lisa que la rodeaba le habían añadido unas pequeñas estructuras, en forma de zigurat, cuya única finalidad era impedir que “ellos” se pudiesen sentar. Al día siguiente también cambiaron los bancos. Los tradicionales, con respaldo, habían sido sustituidos por bloques de hormigón, en un intento de hacerlos inhóspitos para aquellos que lo único que hacían era ver pasar la vida en aquella plaza que, ahora, ya no les quería como les llevaba queriendo toda la vida.

                                                                                   A todos nosotros, que también somos "ellos"

martes, 15 de enero de 2013

DECLARACIÓN de INTENCIONES con Retraso

Hoy parece que ha salido todo el mundo a aprovechar el último día del año. No encuentro la quietud acostumbrada. Parece que todos tienen prisa. Más prisa de lo normal. Y por primera vez yo no tengo ninguna. Sí la he tenido otras veces por empezar un nuevo año, nuevos planes en los que siempre primaba poner orden. Poner orden en mi casa, de forma recurrente en los armarios (igual que cuando me voy de viaje, que me da por colocar armarios mientras preparo maletas). Tirar lo viejo, la ropa que no uso...Este año, en vista del resultado de los años anteriores, no me planteo nada. Mis armarios seguirán igual que antes. Igual de llenos de cosas inservibles, de ropa desfasada que, aunque llevo años sin ponerme, no me atrevo a tirar, por si acaso. Y mi vida...dejaré que siga fluyendo, sin planes, sin promesas, sólo buenas intenciones. Pero no porque mañana sea uno de enero del año 2013, no, simplemente porque es otro día más al que le hemos puesto nombre, igual que al tenedor lo llamamos tenedor y a la cuchara, cuchara.


Para Alejandro, que le gusta empezar el año en septiembre...

viernes, 11 de enero de 2013

La Primera Sirena

Siempre creyó ser sirena. Desde niña, cuando vivía cerca del mar y jugaba con las olas, o cuando se escabullía del flotador levantando los brazos y dejándose deslizar sabiendo que, aún sin saber nadar, llegaría buceando hasta la escalerilla de la piscina. Los adultos ponían el grito en el cielo pero ella lo sabía, sabía que al agua la abrazaría y la impulsaría suavemente hasta donde tuviese que llegar. En la bañera de casa entrenaba  sus pulmones. Se bañaba con su hermana, que era la encargada de contar el tiempo que lograba mantener la respiración bajo el agua, eso las veces que no jugaban a “las cervecerías alemanas”, que consistía en llenar vasos con espuma como si los llenasen de cerveza. También mantenía la respiración en el comedor del colegio. Allí se había convertido en la campeona a la hora de poner “cara de tomate”. Consistía en inspirar con fuerza todo el aire posible y aguantar así mientras la cara se iba poniendo roja. Las monjas no se daban cuenta del juego peligroso que ocurría casi en sus narices. Años después salió en las noticias un niño que haciendo eso mismo, murió delante de sus compañeros de clase. Y ella aguantaba, casi dos minutos y medio, a veces, incluso, un poquito más. Y seguía preparándose. Consiguió que la apuntasen a clases de natación. El primer día se hacía la adjudicación por grupos según el nivel. Ella, ni por un momento, iba admitir que la pusiesen con aquellos niños llorones que nada más tirarlos al agua, incluso haciendo pie, gritaban aterrorizados como si les hubiesen tirado a una olla hirviendo. Así que empezó a mover los brazos. Lo hacía con tanta destreza y con tal cara de sonrisa copiada de Esther Williams en la película que tanto le gustó, “La primera sirena”, que ninguno de los monitores se dio cuenta de que sus pies iban caminando por el fondo al ritmo acompasado de sus brazos. La enviaron al grupo A, nadadores avanzados. Y ni corta ni perezosa, se puso a la cola para lanzarse al “foso”, como llamaban a la parte de la piscina que era negra, negra por la profundidad necesaria para el salto de trampolín. Llegó su turno. Le temblaban un poco las piernitas pero se sentía a salvo porque les habían dado a todos una pequeña tabla de corcho. Y saltó. Del impulso con que lo hizo perdió la tabla y ese agua que tan oscura parecía desde fuera, se hacía más y más tenebrosa, casi abisal, a medida que iba descendiendo. No tuvo miedo. Sabía que el agua la sacaría, como siempre. Pero no fue el agua quien la sacó. Dos monitores, vestidos, con gafas de sol que volaron por los aires, con pitos que dejaron de sonar al contacto con el agua, lograron agarrarla por el pelo y subirla a la superficie. Se llevó una pequeña bronca pero nadie logró borrarle la sonrisa, sobre todo, cuando decidieron que no la bajarían de nivel, eso sí, tendría que sujetar mejor la tabla de corcho. Y aprendió a nadar. Y creció. Lo hizo lejos del mar pero sabiendo que siempre volvería. Ha vuelto a entrenar. Se acerca a la orilla, inspira todo el aire que puede y se sumerge sintiéndose más sirena que nunca.

                                                                      A Esther Williams. Por hacerme soñar con sirenas.

jueves, 10 de enero de 2013

IRASSHAI



Como decía era marzo y, aunque ya estaba cercana la primavera, hacia un frío...busco el adjetivo adecuado y el que me sale es "del carajo", y nunca mejor dicho. Primeras lecciones que aprender: para ir a la estación sal hacia la izquierda a la calle principal y camina recto, sin desviarte lo más mínimo, de hacerlo te pierdes seguro (todas las calles parecen iguales), segundo: nunca, nunca, bajo ningún concepto, debes pisar el tatami con zapatos y tercero: los sobrecitos blancos que aparecen en los paquetes de pastelitos no son azúcar en polvo para espolvorear por encima, son puro veneno que evitan que se estropeen por la humedad. ¡Menos mal que me avisaban! Era lo primero que hubiese hecho.

Y esa fue la primera noche en la que dormí en un tatami ya que, en mi viaje anterior, cuando estuve de vacaciones un mes, dormí en una cama. Diminuta, eso sí, porque los apartamentos de la residencia de estudiantes en la que me quedé medían siete u ocho metros cuadrados y, aunque parezca increíble, contaban con cocina, baño y ducha.

28 días de vacaciones en Tokio

Aquel fue el primer billete de avión que tuve que pagar en mi vida, y no porque no hubiese viajado antes, que lo había hecho y mucho, sino porque ya había cumplido 26 años y a esa edad mis hermanos y yo perdíamos el privilegio de tener los billetes gratis que nos ofrecía la compañía aérea en la que trabajaba mi madre. Así que me tocaba pagar, y nada más y nada menos que a Tokio. Aún así, no fue excesivamente caro, 80.000 pesetas, que además mi padre me financió permitiéndome que se lo devolviera en cómodos plazos, y además recuerdo que el último me lo perdonó en la siguiente Navidad.

Llegué tempranito y casi tenía miedo a no reconocer a ese chico que había conocido nueve meses antes, que solo había visto nueve días, y al que pensaba sorprender con los modelitos, los cinco pares de zapatos y todo el arsenal de seducción que llevaba en mi supermaleta. Y sí que le sorprendí, pero antes de tiempo. En aquel momento casi me muero al ver su cara: era la de aquel que se lleva la impresión más desagradable de su vida. Y al llegar a la residencia entendí por qué. Cuál no fue mi sorpresa al ver que teníamos que subir, no recuerdo hasta qué planta, pero creo que la quinta, por la escalera de incendios y con aquella maleta de 50 kilos. Las normas eran estrictas: nada de invitados. Así que durante 28 días tuve que hacerme invisible y creo que lo logré, entrando y saliendo siempre por la escalera de incendios, con todos, menos con el "chino furioso", que es como apodamos al vecino del apartamento de al lado, no por nada en especial, sino porque era de nacionalidad china y estaba siempre furioso. Le molestaba que pusiésemos música por la mañana y no a lo loco, sino bajito. Le molestaba que hablásemos también bajito, por supuesto. Le molestaba que nos riéramos. Le molestaba el sonido de la puerta cuando llegábamos...En definitiva, le molestaba todo lo que viniese del apartamento del "español". Y nos lo hacía saber tirando la pared abajo a puñetazos.

Como dije antes, el apartamento era diminuto y mi maleta ocupaba un tercio del mismo. Y el baño..era una especie de cubículo prefabricado en el que claramente podía ver un lavabo y una ducha, todo juntito y todo mojado. Y entonces caí en la cuenta: falta algo, ¿y la taza del váter?... Tatatachánnnnnnn...¡Sorpresa! Si movías hacia un lado el lavamanos, debajo estaba ¡la taza! Pronto aprendí que era mejor utilizarla antes de ducharte ya que era sumamente desagradable sentarte en ella cuando estaba toda mojada y el agua se había quedado fría.

Pero regreso a mi primera noche en tatami y en futón . A la vista de mi inminente llegada, había ido recabando todo lo que sus amigos le podían prestar para hacer un poco más habitable el pequeño apartamento. Había conseguido el futón y aquel pequeño calefactor al que había que golpear cuando, tras unos minutos de funcionamiento, empezaba a saltar y a hacer un ruido ensordecedor, como si estuviese dispuesto a despegar en cualquier momento; de ahí el nombre que le pusimos: el turbo reactor. Y así, entre golpe, despegue y golpe, dormí en aquel suelo de cañas de bambú trenzadas como si lo llevase haciendo toda la vida.

*IRASSHAI: "Bienvenido" cuando entras en una casa o en un restaurante...

Continuará...

sábado, 5 de enero de 2013

TABI no Hajimari (ll)


HACIA TOKIO Azul


Sí recuerdo la entrada a mi primer hogar. Nunca antes había salido de la casa de mis padres. Por eso, aquellos quince metros cuadrados, aquel baño oriental, aquel tatami, aquel frío infernal, aquella…falta de casi todo a lo que estaba acostumbrada, me pareció maravillosa. Jin me enseñaba orgulloso su hogar, bueno, tampoco había mucho que enseñar. Con un simple abrir y cerrar de ojos estaba todo visto. 

Lo que más sorprende al extranjero en Tokio, por lo menos fue lo que me ocurrió a mí, es que te imaginas viviendo entre rascacielos y casi con coches volando y circulando por autopistas celestiales. Y sí, existen esos rascacielos y falta poco para esos coches voladores, pero a no ser que seas un alto ejecutivo americano enviado a Tokio con todos los gastos pagados o un directivo de Sony, los rascacielos los ves desde abajo, o si te permites un día el lujo de ir a comer a uno de esos restaurantes de la planta 55, en Shinjuku, en un ascensor que tarda tres segundos, y desde donde ves toda la ciudad si dejas volar tu mente e imaginación más allá de las luces que se van difuminando en el horizonte. En un restaurante como ese fue decidido el nombre de Yui. 

Como decía, alrededor de las estaciones cercanas a centros neurálgicos de la ciudad (no hay un solo centro sino cientos), se establecen los edificios de apartamentos y las casitas unifamiliares que no suelen superar las dos alturas. Las calles son estrechas y la mayoría de la gente circula en bicicleta, aunque no hay carril para ello. Van por la acera, y yo siempre consideré eso un peligro aunque, curiosamente, nunca vi un atropello, y llevan a dos niños e incluso a bebés y hasta a sus perritos. Desde el principio supe que eso no era para mí. Había aprendido a montar en bici muy tarde, y no lo hago muy bien, así que si no quería salir en las noticias niponas, era mejor que escogiera el metro o mis pies. A propósito de pies, me acabo de acordar de la vez que me apunté a unas clases de japonés y del mapa que me habían enviado para saber cómo llegar. Mi inglés seguía siendo muy malo y recuerdo aquel mapa que indicaba por medio de dibujos que había que “croos the pedestrian…no se qué”. No podéis imaginar el shock y el malestar que me producía pensar por qué le habían puesto a una calle o a un puente, más bien parecía eso, el nombre “pederasta”. Igual que tardé en admitir que “de nada” era “you welcome”.

Pues mi casita estaba detrás de una de esas calles, flanqueada por un edificio enorme, que la verdad no pegaba nada en la zona, por una casa muy antigua (nunca supe quien vivía allí) y por la casa de la Señora Montaña (Oyama san). Una zona de aparcamiento y otro apartamento, justo a escasos 40 centímetros, ventana con ventana, de otro al que creo que nunca ví. Él a nosotros sí, pues yo ya había empezado con mi costumbre de abrir cortinas y ventanas de par en par.

Continuará…

viernes, 4 de enero de 2013

TABI no Hajimari (l)


HACIA TOKIO Azul


Cuando llegué por primera vez a Tokio, no de vacaciones, sino a vivir allí (ya había estado una vez), en realidad no sabía lo que me iba a encontrar. Hacía un mes aproximadamente que había decidido dejar mi trabajo en Oviedo, coger las maletas e irme a Inglaterra a “probar fortuna” con mi inglés patatero. Una vez allí (con varias aventuras que ya contaré), recibí la llamada de Jin. Me urgía a ir en el plazo de tres o cuatro días. Tenía un trabajo para mí pero era imprescindible ir a Tokio ¡ya! Llamé a mi madre que, a pesar de que quería que me fuera, le parecía una locura. No el irme a Japón, no, el irme con tanta premura, sin volver a España, como ella decía, a cambiar la ropa de invierno por la de primavera (bonita forma de decirme que querían verme antes de partir al lejano Oriente). Y volví. En tres días me despedí de todos los que pude. Mis padres me pagaron el billete y mi amiga Beatriz me acompañó a la estación de los ALSAS con mi supermaleta. Pasaría esa noche en Madrid, en casa de mi abuela, que me acompañó al día siguiente al aeropuerto (jo, había olvidado estas cosas). Ya conté en otra ocasión que tuve que pagar un montón, 60.000 pesetas, por exceso de equipaje. Viajaba con Lufthansa y quiero dedicar un recuerdo a esa chica rubia, joven, que por más que le expliqué que llevaba muchos libros porque me iba a vivir a Japón, que abrí la maleta y se los enseñé, por más que le lloré, que le supliqué, que le expliqué que me quedaría sin dinero para empezar allí, que le dije que era hija, sobrina, prima de compañeros suyos, no le dio la gana de perdonarme. Juré que nunca la olvidaría y que alguna vez me la volvería encontrar. Por lo pronto me la he encontrado hoy aquí.

Y comenzó mi viaje. No recuerdo el trayecto en avión. Recuerdo más el que había hecho entre Oviedo y Londres. De aquel viaje recuerdo al señor que se sentó a mi lado y con el que hablé durante todo el trayecto. Le expliqué que iba a vivir cerca de Gadwick , que posiblemente empezara a trabajar en un catering del aeropuerto y él me preguntó mi horóscopo: Sagitario. Me habló de cartas astrales, de ascendentes y me dio su teléfono para ofrecerme trabajo. Nunca le llamé. Mi madre puso el grito en el cielo, asegurando que podría tratarse de `trata de blancas´. Y llegué a Tokio. Y sigo sin recordar ese momento. Recuerdo el de la primera vez, que fui de vacaciones, pero no esa llegada al aeropuerto. Ni el trayecto en tren, que supongo que fue como el que había hecho dos años antes: gente de pie y dormida, agarrada de los asideros que colgaban del techo, otros sentados, también dormidos, apoyando la cabeza en el hombro desconocido que tenían al lado, y posiblemente, una extranjera, con cara de susto, que se estaba dando cuenta, quizá por primera vez, de que su casa, sus amigos, lo que había sido su vida hasta ahora, no había cogido el mismo avión que ella. 
                                                                                                                                        
Continuará...