lunes, 17 de junio de 2013

El DÍA que Dejé de Ser MARADONA

Hay días en nuestra vida que quedan marcados para siempre, que por más que hayan pasado más de treinta y cuatro o treinta y cinco años nunca se olvidan…como aquel en que  dejé de ser Maradona…

Vivíamos en Tenerife, en la Calle Tomé Cano 14 (tampoco se me olvida), en el edificio Comasa II. Teníamos suerte: un edificio con una gran zona común en medio de la ciudad, con piscina, patios, jardines y amigos; y unos tiempos en los que los niños podían bajar libremente a jugar solos sin ese miedo a todo lo que ahora tenemos miedo. En mi vestuario infantil sólo había una par de “vestidos de niña”, unos vaqueros, algunas camisetas y nada más. Bueno, ¡sí! un uniforme que salía volando en cuanto ponía un pie en casa y lo cambiaba por una camiseta y un bañador y bajaba corriendo a jugar. Con lo de los “vestidos de niña” no quiero decir que no me gustasen, al contrario, me encantaban; era muy presumida y alguna vez me los ponía, pero para mis juegos favoritos no eran muy apropiados. Mientras mi hermana jugaba a enterrar bichitos muertos con las otras niñas del patio, entierros de verdad con procesión incluida, yo jugaba con los niños. Saltábamos obras, muros, nos subíamos siete en una bicicleta y nos hacíamos llamar “los siete fantásticos”. Jugábamos a indios y vaqueros cuando yo podía sacar de casa y con disimulo, la pistola de tiro al blanco con cable y enchufe incluido de aquella primera consola de videojuegos que nos había regalado mi padre.

Lo de los “vaqueros” también había sido una adquisición reciente. Mi padre había decidido que las niñas también podían llevar vaqueros y nos compraron uno a cada una. Era para nosotras algo tan nuevo y desconocido que la primera vez que bajé al patio con ellos, tras varias horas de juego, me entraron ganas de hacer pipí. Mis padres estaban en “su hora de la siesta” por lo que teníamos prohibido tocar al timbre bajo ningún concepto. En una parte escondida del patio mi hermana me miraba desesperada mientras con sus pequeños deditos, ayudados por los míos, intentábamos desabrochar aquel botón que tan poco se parecía a los de siempre. Mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas porque no había forma: estaba a punto de reventar y aquél botón no salía del ojal. Y me hice pis encima. Así aprendimos que hay botones sin ojales. Aprendimos el “click” que abrochaba y desabrochaba los pantalones vaqueros…

Y las tardes de juego continuaron, con vaqueros y sin vaqueros. Con indios y sin indios. Y sobre todo con fútbol. No se me daba muy bien pero ponía todas mis ganas en intentar meter un gol. Recibía muchas patadas en la espinilla pero seguía detrás del balón, con aquel pelo revuelto que hizo que mereciese el sobrenombre de “Maradona”. Aquella tarde fue inolvidable. Metí dos goles y mis amigos, Willy, Alexis, Froilán, gritaban mi nombre eufóricos: “Maradona, Maradona” y yo corría y corría…hasta que una voz se coló entre las otras. De él sí que no recuerdo el nombre… “¡ A Maradona le están creciendo las tetasssss!”…Frené en seco. Noté las miradas de todos en aquella parte de mi camiseta roja…Doblé mi espalda, aún sigue doblada…No volví a jugar al fútbol…Dejé de ser Maradona…

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