jueves, 24 de octubre de 2013

Los ZAPATOS que no caminan se mueren

Había salido de la ducha a toda velocidad. Se había vestido con la misma velocidad, maquillado, peinado y metido en el ascensor. Sólo se había parado unos minutos más de los necesarios para cambiar de zapatos. Dejó a un lado los tenis plateados que, a fuerza de tanto caminar, ya no parecían tan lustrosos. Habían envejecido igual que lo habían hecho esos plátanos que había comprado muy verdes hacia tres días, que seguían igual de verdes esta mañana y que ahora, varias horas después, parecía que habían caminado mucho, como esos tenis, y ya no eran tan verdes.

Rebuscó entre las cajas de zapatos y los encontró. No sabe qué le hizo recordarlos. Sólo se los había puesto tres veces. Eran algo extraños: parecían babuchas. Pero lo que los hacía más especiales era la pequeña pulsera, a modo de brazalete, que se ajustaba a su tobillo. Había tardado muchos años en aceptar sus tobillos...y sus muñecas. Desde aquella vez que en el instituto, después de haber estado haciendo un ejercicio de matemáticas en la pizarra y volver a su pupitre, un compañero de clase, Marino, se agachó a su lado y rodeó su tobillo con los dedos, también a modo de pulsera. No le hizo falta utilizar las dos manos: su delgado tobillo cabía perfectamente entre su índice y pulgar. Le dijo que nunca en su vida había visto unos tobillos tan delgados. Apartó los pies rápidamente intentando esconderlos y cubrirlos con la falda que llevaba. A partir de ese día,durante mucho tiempo, los ocultó.

Cogió los zapatos, se los puso y se quedó contenta con el resultado.

Salió del ascensor. Se metió en el taxi y pidió que la llevara a toda velocidad a la antigua Clínica del Pino. Una vez allí preguntó varias veces por una tienda de música hasta que la encontró. Consiguió los libros que buscaba. Sacó el monedero al tiempo que se le caían unas monedas y se dio cuenta: sus pies estaban rodeados de lo que parecían hojas secas. Hojas secas negras. A sus zapatos les había llegado el otoño y se deshojaban. Llevaban tanto tiempo en el armario que ninguna estación había pasado por ellos. Se agachó y los acarició. Intentaba con aquel gesto que no siguieran deshaciéndose, pero lo único que lograba era quedarse con más hojas entre los dedos.

Salió de la tienda de música y caminó hacia Triana dejando un rastro de otoño a cada paso.


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