martes, 23 de octubre de 2012

El SUEÑO de Pot


Una llamada frente al mar. Encogida de frío. Hace sol pero  la sensación de humedad que se mete por dentro me avisa de que hoy mi refugio se ha vuelto inhóspito. Sin darme por aludida vuelvo a marcar. Una conversación en la que mi hermano, por fin, se muestra alegre con su trabajo, tanto es así, que escribió un relato precioso y le animo a crear un blog. Me dice que no tiene tiempo y tiene razón, esto lleva más tiempo del que imaginas. Nueva llamada. El frío cada vez es más intenso pero miro a mi alrededor y nadie lo parece sufrir, sólo yo. Creo que me estoy poniendo enferma y todo. Mi madre me contesta pero sin hablar. Mami, ¿mami?…ha muerto Tobi…Sigo mirando al mar y le reprocho que si lo sabía por qué me estaba tratando tan mal. Le reto quedándome allí sentada, frente a él. El frío cada vez es más intenso y está claro que también está enfadado, no creo que conmigo que no le he hecho nada, más bien con todos. De nuevo el teclado. Mami…¿mami?...si…¿qué era lo que bebías cuando Poti?...whisky…cerveza y whisky…¿vas a escribir?...sí…

No le salen las palabras. Comienza a llorar y yo también y me pide que no le haga preguntas, que no le haga recordar. Yo también me arrepiento porque el dolor, de tan incrustado que está, no nos deja hablar de él, por eso lo voy a escribir.

Llegó a casa un día cualquiera. La verdad es que lo digo así porque no recuerdo bien si fue en el 93 o 94, si era verano o invierno. Sí recuerdo que era por la tarde. Nos lo trajo él. Y lo trajo por sus “santas narices” como solía hacer todo. Sabía que mis padres no querían más perritos en casa. Después de la muerte de Piojo ya no queríamos más. No queríamos sufrir lo mismo otra vez. Tocó el timbre y me dijo que bajara. No le esperaba así que le dije que subiera…¡que no!...¡que bajes!. Cuelgo el telefonillo enfadada, cansada de su tono imperioso, como siempre. Y como siempre, obedezco y bajo. Allí estaba. Allí estaba él con algo en brazos que se retorcía inquieto, con la lengua fuera, que medía…no sé…nunca había visto a un perro con la lengua tan larga colgando a un lado, sobre todo cuando lo puso en el suelo. ¡Casi le llegaba a las patitas! Lo cual no era muy difícil porque éstas no debían medir más de cinco centímetros, no porque fuera un cachorro, que no lo era, sino más bien porque era…¡un perro salchicha! Y esta será la primera y última vez que le llame así, porque después de haberle conocido sé que les molesta un montón. No, no era un perro salchicha. Era un teckel, un teckel de pelo largo, pelirrojo y con cara de estresado. Le amé desde el primer momento y supe que él a mí también. ¿Qué es esto?...le pregunté…un perro, ¡qué va a ser!...es para ti…

Mi cabeza daba vueltas, todavía no de amor por él, o sí, porque como dije antes, le amé desde el primer segundo en que con su lengüita fuera me miró suplicándome algo que todavía no sabía el qué y que por desgracia descubrí poco después. Daba vueltas porque mi padre me iba a matar. Sabía que mi madre se rendiría como yo, nada más verle, pero mi padre….buff…mi padre era otro cantar.

Me explicó que lo tenía el salvaje que les lavaba los manteles del restaurante, y que a éste a su vez se lo había dado otro salvaje, que se lo había comprado con la intención de hacer negocio pero que se había dado cuenta de que “se meaba y cagaba” por todas partes. Así que el segundo salvaje lo ató con un alambre a la puerta de su almacén, de la que pasaba, le soltaba alguna patada “pa educalo” y cuando lloraba más de la cuenta, unas cuantas más.

Mis padres estaban en casa durmiendo la siesta…así que está claro que debía ser…¡sábado! Un sábado cualquiera de 1994. El sábado en el que la cosa más bonita del mundo llegó a nuestras vidas y que como recordaremos tiempo después, fue la única cosa buena que el aquí llamado “él” dejó de su recuerdo (y eso que fueron diez años).

Desperté a mi madre y la llevé al salón. Le vio y como yo, le amó. Y ahora…¿qué hacemos con tu padre?...NO, NO, NOOO, QUE NO, QUE NOOO…Sólo un segundo , al siguiente ya estaba: bueeenooo, veremos…¡pero si es una salchicha!...vale, pero yo le pongo el nombre. Y fue así como mi padre lo tuvo claro desde el principio: se llamaría Pot , como Pol Pot, el líder de los Jemeres Rojos, no sé si es que éste era pelirrojo o por lo de “rojos”, pero lo cierto es que Poti era de todo menos “líder” y mucho menos aún “genocida”.

Y Poti se quedó. Esa misma noche sufrió su primer ataque. Sus ataques epilépticos se desencadenaban cuando algo le producía miedo. Si hablabas y sin darte cuenta hacías aspavientos con las manos, se asustaba y empezaba a convulsionar. Los ruidos fuertes, los camiones en la calle…las tormentas, le producían terror. Su pequeño cerebro había sido dañado por los golpes que le había dado aquel “…”, y comprendí que lo que suplicaban sus ojos aquella primera vez no era más que eso, “no me pegues, por favor.”

Poco a poco empezó a confiar en nosotros. Lo poco que había conocido de la raza humana era justo lo que debería avergonzarnos de llamarnos así.

Conocimos su raza y le conocimos a él. Su árbol genealógico saltaba de campeón a campeón. Así fue como descubrimos su verdadero nombre: Atilano de Fuensanta, con el que estaba destinado a ser otro campeón. Su padre, campeón del mundo, le había dejado como herencia un porte elegante que se convertía en el andar más destartalado cuando su lengüita estresada hacía aparición. Y de su madre creemos que heredó el corazón.

Era un miedoso empedernido pero que nos sorprendió aquél día en el que, después de haberme leído tres libros sobre el teckel y descubrir que son utilizados para la casa del jabalí, le llevé al monte para que diera rienda suelta a sus instintos. ¡Y vaya si lo hizo! De repente desapareció. Casi me da algo, sobre todo cuando volvió. Su lustroso pelo rojo ahora era una maraña de pelos con algo que a simple vista parecía barro, un barro algo verdoso a decir verdad, pero que cuando me acerqué a preguntarle: ¿dónde has estado, Poti?, casi me desmayo ¡Estaba cubierto con lo que vulgarmente llamamos caca de vaca! Mi madre casi me mata cuando lo metí en la bañera. Dos horas tardamos en quitarle aquel olor. Pero su cara de felicidad me había compensado la bronca. Había hecho lo que sin más hacían sus ancestros: camuflar su olor para poder acercarse a las madrigueras sin ser descubierto. Fue una tarde inolvidable.

Como inolvidables fueron todos y cada uno de los días vividos con él. Las bienvenidas más bienvenidas que he tenido nunca. No importaba si hacía sólo diez minutos que me acababa de ir, ni tampoco que fuera la sexta vez que salía y entraba de casa, siempre me recibía como si hubiese pasado siglos sin verme. Echaba a correr a la litera de abajo, subía de un salto y me esperaba como una pegatina en el edredón que sacudía con su cola a modo de parabrisas. Yo soltaba todo y corría hacia él. Me ponía de rodillas en el suelo para que su carita quedase a la altura de la mía y nos pudiésemos cubrir de besos. Esos eran los momentos alegres. También recuerdo aquellos otros, los tristes, en los que lloraba sin parar escondida en mi habitación y en los que él lloraba también. Me cubría de besos. Entre gemidos enjugaba mis lágrimas y aullaba en bajito para no ser descubiertos, desesperado por querer ayudarme.

Y me fui. Me fui a Japón. Creo que nunca lo entendió. “¿Por qué parecía que hacía tanto tiempo que me había visto? Dicen que no tenemos capacidad para valorar el tiempo, si es mucho o poco. Pero estoy seguro de que hace mucho tiempo que no la veo.”  Y besos y más besos.

Y se fue. Mi madre está convencida de que Lanzarote no era lugar para él. Le quemaba el suelo en sus patitas, el fuerte sol le hacía ir caminando a ciegas y el picón, parecía ascuas ardiendo de los saltos que daba cada vez que lo pisaba. Se fue en casa, en brazos de mi madre, tapadito en una manta después de que mi padre le ayudara a dormir. Ahora duerme en el jardín, bajo una buganvilla que no quiere crecer para no asustar a las mariposas que le vienen a visitar.

Hoy Tobi, su hijo, se fue con él.



Sé que existe la otra orilla,
la que habitan aquellos que tanto amé
y que por siempre estarán en mi memoria.

A Pot
Dominga Santana

2 comentarios:

  1. Gracias por sentirlo de verdad...lo cierto es que lo escribí entre lágrimas también...y será un poco "Como agua para chocolate"...si escribo sonriendo, sonreiréis también y si lloro...

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