domingo, 4 de noviembre de 2012

GUADALUPE, Río de Cantos Negros


Cromos o estampas. Lupita o Guadalupe. Domingo, Dominga, Aurora, Orlando, Graciela, Rafaela, Mamarora, Carmenza, Carmela, Pedro, Cándida…me gustan los nombres de mi familia materna. Tienen esa magia de los nombres de Gabriel García Márquez, como así, la de las vidas detrás de ellos.

Y yo, Lupita hasta los nueve años, cuando mi madre decidió que Guadalupe era un nombre muy bonito, con carácter, y que con “Lupita”, siempre sería “Lupiiita, cagooona…” como en el chiste. Y durante unos años fui Guadalupe, hasta la adolescencia. Años en los que mi nombre pasó de ser las nueve letras conjugadas con la que me nombraban, a ser ese galimatías que parecía que salía de lo más profundo de la garganta y que me sonaba como un puñetazo en la boca. Entonces llegaron esos años en los que Guadalupe convivió con Lara. Antes de ver siquiera la película, desde pequeñita, en cuanto mi madre llegaba a casa, la esperaba sentada en la butaca del piano para que me tocara “El tema de Lara”. Llegó la película y me enamoré, no de Yuri Zhivago que sería lo más lógico. No. Me enamoré de Lara. Yo sería Lara. Qué inocente era. No supe ver la crudeza del personaje. Y en esas tardes de “Zumería” en la que niños-adolescentes enamorados, tras minutos de dilación, a veces horas, a veces días, superaban el miedo y me preguntaban mi nombre, yo decía, “Lara”.

Como mi madre. Esperaban un niño y llegó ella. No pensaron más. Iba a ser Domingo, como abuelito, pues sería Dominga.  Nunca fue consciente de su nombre porque hasta aquel fatídico día, ella siempre había sido, “Mari Domi”.

Tendría nueve o diez años cuando fue a examinarse de primero de piano al conservatorio. Sentada con las manos en las rodillas esperaba su turno. No estaba nerviosa. La música, el teclado, las notas y partituras eran una prolongación de sus dedos. Primera ronda. Llamaban en voz alta. Sonaron nombres, pero no el de ella. Segunda ronda. Nada. Hasta que su profesora, doña Pino, pasó por allí indignada porque no apareciera en las listas. Pero sí estaba. Varias veces habían dicho en alto, bien alto: “Dominga Santana”  “¿Dominga Santana?”. Ella no sabía que era “Dominga”. Santana sí, pero no lo otro. Aunque el disgusto fue monumental, ahora sabe que no podría llamarse de otra manera.

Conocedora del poder de los nombres, a mi madre, el destino llamado Hermelinda, le puso el mío en las manos. Nací muy malita. Varios días en vilo hasta que decidieron, que si no mejoraba, sería necesaria una transfusión total de sangre. Hermelinda, que había sido contratada para ser mi nana y que antes aun de conocerme ya me quería, fue al Santuario de la Virgen de Guadalupe a pedirle por mí, y justo cuando la transfusión era inminente, milagrosamente mejoré. Y mi madre lo supo, sólo podía ser Guadalupe. Hermelinda cuando ya me tuvo en brazos, también supo que la Virgen quería verme, esa había sido su promesa. Me colocó en su rebozo al modo de los indígenas mejicanos, pero no a la espalda que era lo más normal. Me colocó pegada a su pecho, para no dejar de sentir mi corazón junto al suyo, para no dejar de mirarme a los ojos, sin dejar a la vista un centímetro de mi piel por el peligro que podría suponer un intento de secuestro, en un país donde un niño blanquito alcanzaría un alto precio en el mercado. Caminó hasta allí. Los últimos metros de rodillas, agradeciendo mi vida…por aquella que ella había perdido en su memoria de niña, la de su madre de la que llevaba el nombre, lo único que le dejó de ella su padre, junto al recuerdo de aquella noche en que llegó borracho, la laceó, la arrastró y ya muerta, la dejó a sus pies. 

Y como mi madre, yo también sé que soy Guadalupe.  Aún, cuando lo escuche de otros labios, y me suene extraño.



                                             A mami, que durante un tiempo también me llamó Pupu, aún hoy.

                                                                                     .

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