lunes, 12 de noviembre de 2012

LA AMISTAD del Señor AZÚCAR



Hoy es uno de esos días en los que creo que no voy a poder escribir. Puede ser el tiempo, que aunque me encanta el otoño, hoy, ese otoño tardío, trae algo más en el aire, nostalgia, melancolía. Aun así, lo voy a intentar, por todos los que día a día me seguís y a los que no quiero defraudar.

Voy a contaros una historia de amistad que casi debía estar al comienzo de este blog, pero bueno, el destino ha querido que sea hoy.

Estos días atrás, en los que comencé a escribir, me sentía tan bien haciéndolo que quise rebuscar entre los cajones aquellas plumas olvidadas que sabía que existían, y que me habían regalado precisamente para eso: para escribir. Y las encontré. La Mont Blanc que me había regalado Jin en un cumpleaños y aquella otra, que nunca había sido estrenada, pero que al cogerla, pesaba más que todas aquéllas cargadas de palabras a sus espaldas, y que tenía una inscripción que rezaba así: A Guada K.S. (Katsunori Sato)

Esta pluma es uno de los regalos más bonitos que me han hecho nunca. Una pluma, que a pesar de su ligereza material, como dije antes, pesa en el valor de la amistad que lleva consigo.

Después de haber trabajado como relaciones públicas en un restaurante español durante mi primer año en Tokio, nuevas oportunidades laborales me surgían en aquella ciudad. Algunas las rechacé, como un trabajo maravilloso para Lladró Asia, pero que, de haberlo aceptado, hubiese significado encerrarme en una oficia de sol a sol y perderme el Tokio que yo quería vivir. O aquel, como correctora en el periódico latino. Gracias a Alberto, conseguí una entrevista en las Academias Roland, para ser profesora de español, trabajo que me encantaba y que ya realizaba en la NHK (Televisión y Radio Nacional de Japón). No fue difícil conseguirlo, a pesar de que mi inglés en aquel tiempo era bastante patatero, las entrevistas laborales siempre habían sido mi fuerte. El trabajo era sencillo. Yo ponía mi horario. Clases individuales, semi (dos alumnos) o de grupo (cuatro o cinco). Me compré un libro, Español 2000. Y ahora, solo esperar a que fueran llegando alumnos. Éstos, tenían la potestad de elegir profesor. Podían acudir a una clase gratuita con cualquiera de los profesores y luego escoger. He de confesar que mi éxito era rotundo. Tras esa primera clase, ninguno se resistía a volver conmigo. Fui llenando todas las horas que me había marcado, dejando los jueves y domingos libres. Jueves para acudir al trabajo en la tele y domingos para disfrutar de mi futón, de mi tatami y de las tardes en Shibuya, Harajuku o el Parque Yoyogui.

Tenía alumnos de lo más variado. Niños jovencitos, una enferma repelente, con la que discutí tras aquel partido de cuartos de final del Mundial 2002, Corea- España, cuando quise poner un ejemplo práctico de las diferentes cosas que se podían comprar, desde un tomate, a una casa, a un árbitro. Se empeñó en decir que los españoles éramos tan prepotentes, que no podíamos admitir que habíamos perdido el partido sin más. No volvió más a mi clase, y lo agradecí. O aquella japonesa supercursi, superpija, con un alto nivel de español, y que se escandalizaba con las insinuaciones a los genitales que hacía Elvira Lindo en “Manolito Gafotas” y que un día entró en la clase, que compartíamos entre varios idiomas: inglés al fondo, alemán en medio, chino a la derecha, ruso a la izquierda, otro español al lado,  y a voz en grito dijo, enseñándome las axilas que habían dejado marcas de sudor en su camisa impoluta: ¡estoy caliente! Lo que dio de sí la clase para explicarle lo “inapropiado” de esa expresión, en depende qué situaciones. Cuando dejé las clases por el nacimiento de Yui, la invité a casa una tarde. Tras aquella visita, no la volví a ver más. Intuyo que se quedó horrorizada por la humildad de mi hogar, aquellos 25 metros cuadrados, en los que me moría de frío y que contaba con un baño estilo oriental, algo que a ella le debía sonar a la época samurái. Y Chihiro, editora de una revista de perros, encantadora, y que compartió aquella primera clase de Sato-san con la enfermera rabiosa. 

Era su primera clase de prueba, aunque su decisión ya había sido tomada de antemano: quería a aquella profesora que le enseñaba español a través de las ondas, contándole, con permiso de Elvira Lindo, las aventuras de “Manolito Gafotas”. Mi estrategia siempre era la misma: presentarse unos a otros (era un nivel avanzado), haciéndose las preguntas típicas. Sato-san sudaba sin parar. Era un hombre delgado, de unos 55, 60 años, aunque bien podría tener 50 o 65. Tenía esa apariencia confusa de los japoneses, en la que no sabes si es joven, mayor o muy mayor. Secaba, con manos temblorosas, su frente con un pañuelo de tela, que junto a su libreta, lápiz y diccionario se convirtió en elemento imprescindible para mis clases. La enfermera, de verdad que no recuerdo su nombre, fue la primera en atacar. Le preguntó varias cosas, y él a punto de un infarto, sudaba y sudaba. Salía del paso como podía de tan nervioso que estaba. Hasta que le preguntó: ¿por qué estás aquí? ¿ por qué estudias español? Él no sabía responder, o como supe después, no encontraba las palabras adecuadas para expresarlo. Ella insistía, y ante su aparente torpeza, parecía a punto de perder los nervios. Sus preguntas, o más bien, su forma incisiva de formularlas, bloqueaban cada vez más a Sato-san, por qué, por hobby, por trabajo, ¿por qué? y tuve que intervenir. Le hice la pregunta de varias formas posibles, dulcemente, intentando calmarle y lo conseguí. Con su mirada cándida me dijo, nos dijo, que estudiaba español porque España estaba en su corazón. Me quedé sin palabras. Mi corazón palpitó al ritmo de esa frase…”porque España está en mi corazón”. Y así me explicó, que hacía muchos años, había viajado a España con su mujer, solo unos días, pero que jamás había podido olvidarla, que se sintió el hombre más feliz y que desde entonces, España y los españoles formaban parte de su vida, de esa vida que yo sé que es muy dura y que el solo recuerdo de unos días bajo el sol español, hacían más fácil. Liberado de la presión, se relajó y sonriendo me dijo:

- Me llamo “Sato”, ¿sabe lo que significa en español?

- Sí, azúcar .- contesté.

-Pues si quiere, puede llamarme “Azúcar”.

Con esa palabra tan dulce, comenzó una amistad, tan pura, tan sincera, que jamás podré olvidarla. Venía cada sábado a mis clases, con sus nervios, su sudor, por miedo a no tener el nivel para responder a mis preguntas, con su sonrisa que me contaba que aquel momento, aquella hora semanal, era el motor de su vida. Me enseñó todo el Japón que pudo. Todos los días de clase, traía una redacción, para que se la corrigiese y en las que aprovechaba para hablarme de su familia, de su pueblo, de sus viajes, de sus tradiciones. Yo era su profesora y su alumna, y él era mi alumno y mi profesor. Se alegró como si de su nieto se tratara, cuando le dije que esperaba a Yui. Me aconsejaba los mejores alimentos. Cuando veía, en los últimos meses de embarazo, mis ojos rojos, mi cara cansada, los pequeños movimientos que hacía cuando sentía las contracciones, después de siete horas seguidas de clase, salía a comprarme caramelos. 

Aquel sábado me asusté. Durante más de un año, mi señor Azúcar, no había faltado a ninguna de mis clases. Daban igual los tifones, los catarros persistentes, el cansancio, siempre estaba allí, y cinco minutos antes. Comencé la clase. Desorientada sin su presencia hasta que apareció, sudando más que nunca, pero sonriente, muy sonriente. Me pidió toda clase de excusas por su tardanza (cinco minutos de nada, que me parecieron una eternidad). Llevaba en las manos una pequeña caja que puso delante de mí, al tiempo que me explicaba que se había levantado a las tres de la madrugada, había cogido varios trenes para llegar a un templo dedicado a los perros (concretamente a las perras), al que iban todas las madres japonesas a pedir por sus hijas embarazadas. A pedir que el parto fuese tan fácil y tan bien, como el de las perras. Abrí la caja, y dentro había una figurita, una perrita blanca con adornos de colores. Me pidió que la cogiese, que la tuviese cerca de mí esos días en que el parto se presagiaba inminente, que me ayudaría y me protegería. Y así fue. Me ayudó y me protegió. Las complicaciones y vicisitudes de un parto sola, en otro país, en Japón, a pesar de su dureza, se me hicieron livianas. Y parí, nunca mejor dicho, como una perra. Como quiso mi señor Azúcar que lo hiciera.

Hoy voy a escribirle. Hace tiempo mucho tiempo que no lo hago. Sé que le haré muy feliz, como él me hizo a mí todos los sábados, a las diez de la mañana, en Tokio.



7 comentarios:

  1. Nos ofreces un mundo de contrastes y de contradicciones,desde la repelente enfermera a la dulzura de Sato-san. Un mundo atrayente y asfixiante, de meditación y estrés que para un occidental-latino resulta desconcertante y descodificado. Empiezo a sospechar que eres un agente japonés que han enviado para captarnos y que terminemos todos en Japón. Enhorabuena por este texto tan atractivo con un exitoso final.

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  2. ¡Gracias Marcos! qué bonito lo has dicho,es tal cual lo has descrito. Seguiré contando historias ye irás descubriendo más cosas. Un abrazo. (Jiji, todo menos lo de japonés infiltrado)

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  3. Guada, me has atrapado desde el principio al fin con esta entrada. Una historia emotiva, entrañable. La amistad nada tiene que ver con el idioma, el pais, las costumbres, la edad... porque solo obedece al lenguaje del corazón. Me quedo con ella para saborearla bien, no tengo prisa. Ya leeré la segunda parte.

    Un abrazo de osa, enorme!!!!

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  4. ¡Gracias Malena!!!!!!!!!!! me alegro muchísimo de que te haya gustado y la escribí en uno de esos días que creía que no podría escribir. Un abrazo de corazón.

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  5. Me dijiste que me iba a gustar y no te equivocabas para nada, lo de la figurita es precioso, todo un detalle de los que no se olvidan nunca. Tengo muchos amigos que en estos meses, semanas, se están yendo fuera a buscarse la vida ( Suiza, Alemania, Inglaterra, Francia...Europa vaya, cerca) y algunos lo están pasando mal ... pero es que pienso en lo que pasaste tú en Japón y se me ponen los pelos de punta. Pero al margen de eso, al leerte, me nacen más ganas de conocer ese país porque me das matices que mis prejuicios desconocían. Prefiero leer relatos como éste que cualquier guía de viaje de Japón. Bueno voy a leer la parte II !!!

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  6. ¡Gracias Fran! Te seguiré contando y contando cosas. Y a tus amigos, anímales de mi parte. Que habrá momentos muy duros, pero que nunca nadie les va a quitar la experiencia de vivir en otro país, de conocer otras culturas. Que todos esos momentos, les harán mejores personas y les darán la fuerza que ahora creen no tener. Un abrazo para ti y para todos ellos.

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  7. Preciosa experiencia, Guada, y muy bien contada. La ternura de Sato-san es una maravilla, no pierdas nunca esa amistad. En los tiempos que corren, la amistad es el bien más preciado. Un abrazo grande.

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