martes, 11 de diciembre de 2012

CRISIS Higiénica


Las cosas iban mal y él lo sabía. Pero lo último que podía esperar es que su mundo se viniera abajo por un rollo de papel higiénico. Un simple rollo de papel higiénico que él se encontró en un sitio en el que no debía estar. Y que además encontró por pura casualidad, cuando desesperado buscaba debajo de la cama un último par de calcetines limpios o sucios, ya daba igual, pero un par de calcetines que le evitasen tener que salir otra vez en cholas. Por mucho que en esta ciudad sea de lo más normal, todavía no se había habituado a aquella indumentaria desordenada de tan informal.

Llegaba tarde. Como siempre las largas horas de trabajo robadas al sueño le hacían imposible liberarse a tiempo del abrazo desgarrado de las sábanas que, cual enredaderas oníricas, se liaban entre sus piernas impidiéndole saltar a la realidad, ni tan siquiera diez minutos después de la primera llamada. Pero para eso estaba ella, como siempre. Siempre que no se durmiese ella también, claro. 

Alargó el brazo y entre motas de polvo logró alcanzar algo. Pensó “¡por fin!, unos calcetines”. No es que ella los guardase debajo de la cama, pero es que desde el comienzo de la crisis financiera y su fiero afán de economizar, limitaba tanto el número de lavadoras semanales que la esperanza de encontrar un par limpios, se limitaba a que él se hubiese dejado alguno tirado por el suelo y que una aspiradora despistada los hubiese desterrado allí debajo. Ya había tenido suerte alguna vez.

Pero no, no eran calcetines. Era un rollo de papel higiénico a medio gastar. Lo miró desconcertado, con ese tipo de certeza que se tiene alguna vez en la vida pero que es la certeza de la evidencia. Aquella que por más excusas, explicaciones, pretextos que nos den, arraiga de tal manera en nuestra razón que nos priva de ella para siempre. 

Y supo. Supo que la crisis no era la causante de su falta de calcetines limpios. Ni de los calcetines, ni de las camisas arrugadas, ni de los sandwiches de jamón y queso como menú diario. Ni de ese “me voy a dormir temprano”. Ni de ese aire de mujer satisfecha cuando parecía que no la miraba y que repentinamente se tornaba en el rostro del hastío más absoluto cuando casi por error sus miradas se cruzaban.

Sin miedo a las rozaduras se puso los zapatos sin calcetines. Se sentó en el borde de la cama con el rollo aún en sus manos. Ella se desperezaba, reacia a abandonar el sueño. El sonido de unos sollozos acabaron de despertarla. Sus hombros se movían agitados por el llanto desacompasado. En la penumbra pudo vislumbrar la incipiente calva que tanto desasosiego le estaba causando. Y supo. Supo que él lo sabía. Y lloró.

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