viernes, 14 de diciembre de 2012

TOKIO Wonderland (lll)


Cuando llegué a Tokio con algo de dinero que había ahorrado de la liquidación en España y del trabajo como camarera en el restaurante "Macarena" de Londres, la principal preocupación era " no gastar" . Tokio es carísimo, pero también es cierto que una vez allí, cuando aprendes a vivir no como extranjera, a buscar, encuentras la forma de economizar y hasta de ahorrar. Pero al principio, después de dejar la mitad de mis ahorros en el exceso de equipaje, el miedo a cómo me iba a ir en el trabajo, el miedo que tenía Jin que era un becado con beca exigua, el alquiler de los 15 metros cuadrados de 80.000 pesetas al mes y el vencimiento del contrato cada dos años (y que suponía pagar: un mes de regalo para el dueño del suelo, otro para el dueño de la propiedad y otro para la agencia) estábamos aterrorizados. Así que las instrucciones eran claras: " ningún gasto superfluo". Y esto que parece tan sencillo, que casi es lo que estamos intentando hacer todos ahora, no podéis imaginar la tarea titánica que supone en un país donde todo, todo se vende, de tal manera que corres peligro de una depresión si no puedes comprar... lo que sea. Si a esto le añades que "Hello Kitty" me vuelve loca, que si iba al supermercado y hasta el avecrem tenía forma de Kitty, que las tostadoras imprimían su cara en las tostadas, que mirase donde mirase Kitty me llamaba, entenderéis el estrés consumista controlado con el que llegaba a casa todos los días. Y lo controlé bastante tiempo, pero poco a poco empezaron a aparecer cositas nuevas en casa. Nada extraordinario: una pequeño pañuelito ( de Kitty), unas pinzas de tender la ropa (de Kitty), una libreta para mis clases de japonés (de Kitty), y aquellas toallitas húmedas...de Kitty. Ya se acercaba el verano y el calor y la intensa humedad comenzaban a notarse, así que entré en un combini ( tienda veinticuatro horas donde encuentras de todo) en busca de algo, no sabía exactamente el qué, que paliase el calor, y justo enfrente de mí, una estantería llena de pequeños paquetitos de color celeste y con la cara de Kitty más dulce que había visto jamás. Me acerqué, casi sigilosamente, como sabiendo que iba a cometer un pecado: "¿por qué coger ésas que costaban casi cuatrocientos yenes, y no las que había una balda más abajo sin cara de Kitty, y que sólo costaban 100 yenes? ¡Pues porque sí!" Y las cogí. Las miré casi con adoración, era lo más caro que me había comprado allí, y nada más y nada menos que para refrescar mi piel. Imaginaba el suave olor que debían desprender, viniendo de Kitty no podía ser de otra forma y, por el símbolo que acompañaba a un número veinte, concluí que traía veinte maravillosas toallitas húmedas. Me subí en el metro pensando en las casi dos horas que tardaría en llegar al trabajo, pero con el paquetito en mis manos. El aire acondicionado estaba puesto a todo meter, como siempre, el calor se notaba después, en cuanto se abría la puerta, pero no pude esperar más. Saqué la primera y con el máximo cuidado y placer ( a pesar de que el olor no me pareció...ni tan dulce , ni tan suave...más bien algo agrio) empecé a pasármela por la cara, el cuello y las manos. Saqué otra y me la pasé por los brazos. Era tal el frescor que parecía que hasta escocía y todo. Todavía quedaba una hora, así que aproveché esa costumbre ( por más que al principio me daba la risa) de dormir en el metro, en el tren, en las cafeterías, donde fuese, y eché una cabezadita. Eso sí, yo me cuidaba muy mucho de dejar que mi cabeza cayese ladeada encima del hombro de turno que me tocase al lado. Cuántas cabezas desconocidas se apoyaron en mi hombro durante aquellos años...

Y llegué al trabajo. Mi japonés todavía era bastante pobre pero, no sé cómo, lograba hablar con mis compañeros e incluso podía contar después las conversaciones que habíamos tenido. Estaban contentos de verme tan feliz, tan bien adaptada y hasta con ese color rozagante que brillaba en mis mejillas...y en mi frente...y en mi cuello...

Y llegué a casa. El viaje en el metro fue un suplicio. Notaba miradas extrañadas y un persistente calor en la cara. Intentaba colocarme frente a frente con la boca de salida del aire, pero ni con esas. Al llegar, fui corriendo a mi espejito (20x20, acorde con la escala). Mi cara estaba algo roja y parecía que comenzaba a ser invadida por un pequeño sarpullido. Comencé a asustarme y cogí corriendo el paquete celeste. Lo miré y remiré, intentando descifrar aquellas "letras" como si de repente un milagro fuese a hacerlas inteligibles para mí. Y aquel paquetito, inofensivo a simple vista, empezó a convertirse en un objeto malévolo que pobló mi noche de pesadillas: Kittys gigantes que me perseguían echándome cubos de agua encima, caseros malvados que querían tres meses de regalo y dos más porque sí, y todo ello entre sudores fríos, sarpullido cada vez más agresivo y creo que hasta fiebre. Me levanté y fui a escondidas al baño. No le había dicho nada a Jin porque el hacerlo implicaba confesar mi pecado: comprar toallitas de Kitty carísimas. ¡Nooooooo! ¡ Mi caraaaaaaaaa! Estaba roja como un tomate y llena, llena de pequeños granitos. Le desperté. Me miró. Casi 'la palma' del susto. "¿Qué has hecho? ¿Qué has armado esta vez?" Cogí "el paquetito" y se lo di. Tardó varios minutos en descifrar aquel galimatías ideográfico. Me miró de nuevo sin lograr adivinar la conexión, por imposible, entre mi color rojo y aquel celeste que envolvía a lo que fuera que contenía en su interior."¿Para qué has comprado toallitas de KITTY para limpiar la taza del váter?"

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